martes, 12 de agosto de 2014

Réquiem para Robin Williams

Robin Williams era la clase de actor que tenía dos tipos de públicos: el que lo adoraba o reconocía sus méritos y el que lo detestaba apasionadamente. El segundo grupo lo calificaba como un comediante sobrevalorado e insufrible, que obtuvo notoriedad por interpretar papeles sensibleros. En cierta manera puedo comprenderlos. Esto porque aún yo, su declarado admirador, estaba consciente de sus excesos. Él mismo los reconocía y hacía escarnio de ello. Cuando en 1991 promocionaba la desigual Hook, el regreso del Capitán Garfio, decía con ironía “por un lado tenemos al hombre que estelarizó Popeye (Robert Altman, 1980) y por el otro al que estelarizó Ishtar (por Dustin Hoffman, coprotagonista de la cinta de 1987 de Elaine May). Comencemos”. Los argumentos de sus detractores se fortalecen si vemos Un mujeriego en apuros (Cadillac man, Roger Donaldson, 1990), Juguetes (Toys, Barry Levinson, 1992), y recientemente Locas vacaciones sobre ruedas (RV, Barry Sonnenfeld, 2006) o Licencia para casarse (Ken Kwapis, 2007), entre muchas fallidas películas.
Ayer los medios de comunicación anunciaron su muerte, en circunstancias aún no aclaradas, que apuntan al suicidio por asfixia. Mucho se especulará de ello en los siguientes días. La nota no dejó de sorprenderme, pues es una figura que sigo desde mis primeros días como cinéfilo y le debo muchas de las actuaciones que más he disfrutado.
Nació como Robin McLaurin Williams el 21 de julio de 1951 en la ciudad de Chicago, Illinois. Abandonó sus estudios en política con la intención de convertirse en actor. Ingresó a la prestigiada Julliard School de Nueva York, donde estudió actuación al lado Christopher Reeves bajo la tutela del talentoso histrión John Houseman. Posteriormente obtuvo sus primeras oportunidades en la televisión hasta conseguir el papel que catapultó su carrera, el del alienígena Mork en Mork del planeta Ork (o Mork y Mindy, en su idioma original). Inevitablemente migró al cine. Cintas como El mundo según Garp (George Roy Hill, 1982) o Moscú en Nueva York (Paul Mazursky, 1984) cimentaron su carrera hasta que el papel del subversivo conductor de radio Adrian Cronauer en Buenos días, Vietman (Barry Levinson, 1987) le mereció el reconocimiento internacional y numerosas nominaciones  reconocidos premios. Su grito (la orden que daba nombre y marcaba el inicio de su programa) me despertó esta mañana en el noticiero radiofónico. Luego siguió su fugaz y casi desapercibida aparición en Las aventuras del Barón Munchausen (Terry Gilliam, 1988) hasta llegar a La Sociedad de los Poetas Muertos (Peter Weir, 1989), donde su desafiante e inspirador pedagogo John Keating hizo que el público que me acompañaba en el desaparecido cine Viveros le aplaudiera al término de la función, aquél verano de 1989. Despertares (Penny Marshall, 1990), Pescador de ilusiones (The Fisher King, Terry Gilliam, 1991), Aladino (Ron Clements y John Musker, 1991, donde dio voz al Genio de la lámpara), Papá por siempre (Mrs. Doubtfire, Chris Columbus, 1993), Jumanji (Joe Johnston, 1995) o El Agente Secreto (Christopher Hampton, 1997) lo llevaron hasta su consagración definitiva, la que le valió el codiciado premio Óscar, Mente indomable (Good Will Hunting, Gus Van Sant, 1997).
De ahí tuvo una trayectoria variada que incluyó títulos como Flubber, el invento de siglo (Les Mayfield 1997), Día de los padres (Ivan Reitman, 1997), Patch Addams Tom Shadyac, 1998), Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998), El Hombre Bicentenario (Chris Columbus, 1999) y las que quizá son las que más se alejan de sus papeles tradicionales: el remake estadounidense de Insomnia (Christopher Nolan, 2002) y Retrato de una obsesión (Mark Romanek, 2002), cintas donde encarnaba a dos futuros asesinos en serie. Poco conocida y digna de recordarse es La memoria de los muertos (The Final Cut, Omar Naim, 2004), donde daba vida a Alan Hakman, una suerte de editor de pecados. Con ellas luchó por librarse de su imagen tradicional. Por ejemplo, en August Rush, encuentra tu destino (Kirsten Sheridan, 2007) caracterizaba a un moderno Fagin dickensiano y en El mayordomo de la Casa Blanca (Les Daniels, 2013) al Presidente Dwight D. Eisenhower.
Sus apariciones en televisión fueron muy disfrutables, desde Homicidios, la vida en la calle y Friends a Plaza Sésamo y La Ley y el Orden: Unidad de Víctimas Especiales, donde dio vida al homicida del médico que mató por negligencia profesional a su esposa y que se convirtió en un crítico del sistema. Incluso logró que el paranoico detective Munch (Richard Belzer) se enfrascara en una multitudinaria pelea con almohadas.
Que se haya quitado la vida no me parece del todo improbable. Luego de ver la que sería la última teleserie que protagonizó, The crazy ones, no pude evitar sentir que estaba en plena decadencia. Esto a pesar que se mofaba de alguna manera de su propia situación: personificaba a un talentoso ejecutivo de publicidad, divorciado y adicto en recuperación que trataba de reestablecer la relación con su hija. Se anunció la cancelación del programa el 10 de mayo pasado, luego de sólo una temporada de vida. Es de todos conocida su adicción al alcohol y las drogas, que data desde su ascenso a la popularidad y contra las que luchaba intermitentemente desde entonces. También que se encontraba en un estado de depresión pese a que en redes sociales se dejó ver siempre optimista y simpático. Ayer Susan Schneider, su tercera esposa, declaró algo que resume el sentir de muchos: “Esta mañana, perdí a mi esposo y a mi mejor amigo, mientras el mundo perdió a uno de sus más queridos artistas y hermosos seres humanos. (...) Mientras es recordado, tenemos la esperanza de que la atención no se centre en su muerte, sino en los incontables momentos de alegría y risa que dio a millones”.

Así es como prefiero recordarlo, porque me encuentro entre esos millones de personas. Como dije en el pasado, muchos cuestionan al suicida por su aparente falta de valor para enfrentar la adversidad. La abrumadora realidad es que, esté afectado por un padecimiento físico o mental, el suicidio es la última decisión lúcida de una persona que tiene el valor para poner el punto final. Y como tal debemos respetarla. Pensaré que Robin Wiliams fue tragado por un mágico juego de mesa y regresará, en plenitud, en tiempos mejores. Unos muy parecidos a los recuerdos de mi juventud. Confío que hasta ahí le llegarán mi gratitud y mejores pensamientos. 

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