Imagino que en sus días universitarios,
el joven Thomas Harris no imaginaba
que crearía a uno de los personajes más relevantes de la ficción contemporánea.
Nació en Jackson, Tennessee, en abril de 1940, pero estudió en la Universidad
Baylor de Waco, Texas. Tenía muy claro que tendría una carrera en el
periodismo. Corrían los turbulentos años sesenta y ya tenía una modesta
posición en el periódico local, el Waco Tribune-Herald, cubriendo las noticias
policíacas. A finales de la década, migró a Nueva York, donde comenzó a
trabajar para la Associated Press. Viajó por el mundo, como corresponsal. Se
dio cuenta que todas sus vivencias le permitirían llevar su vocación al
siguiente nivel: quería ser escritor de ficción. En ese momento advirtió lo que
hace algún tiempo me dijo mi amigo Bernardo
Fernández, Bef: “debes documentar bien tus mentiras si deseas que la gente
las crea”. Publicó así en 1975 su primera novela, Domingo negro, una
trepidante historia donde un grupo terrorista palestino planeaba realizar un
atentado en suelo estadounidense empleando el ficticio dirigible Aldritch (en su adaptación fílmica de
1977, dirigida por John Frankenheimer,
era el de la llantera Goodyear) que estallaría durante el Super Bowl,
asesinando a cientos de inocentes. El libro, inspirado en la crisis de rehenes
ocurrida durante la Olimpiada de Munich en 1972, tuvo un éxito moderado. Lo
mismo ocurrió con su versión cinematográfica, pese a las altas expectativas que
generó. Pero para el literato debutante era sólo el calentamiento.
Durante sus días como reportero
policíaco, Harris se familiarizó con el trabajo de la recién nacida Unidad de Ciencias del Comportamiento
del Buró Federal de Investigaciones,
con sede en su academia de Quantico, Virginia. El organismo tenía el propósito
de auxiliar a las corporaciones policiacas del país –y de otras naciones- a
investigar las raíces de los crímenes violentos y aparentemente sin motivos,
con el propósito de prevenirlos y detenerlos. Se entrevistó con uno de sus
principales integrantes, el agente especial Robert Ressler, un antiguo militar que no sólo contribuyó en la
cacería de algunos de los más infames homicidas de Estados Unidos, como Richard Trenton Chase –el vampiro de
Sacramento- y Jeffrey Dahmer –el
caníbal de Milwaukee-, sino que acuñó el calificativo que definió a todos los
modernos monstruos de su clase, un término que es uno de los favoritos de
muchos para identificar al Mal en su forma más pura y realista: asesinos en serie. Harris también se
acercó a uno de los más notables colaboradores de Ressler, el agente especial John Douglas, quien interrogó en su
cautiverio a decenas de terribles figuras como David Berkowitz –el Hijo de Sam-, Ted Bundy, Edmund Kemper,
Dennis Rader –el asesino BTK- y Richard Speck, con la finalidad de
obtener información que serviría en la captura de futuros delincuentes como
ellos. Estos datos permitieron la creación del Programa para la Aprehensión de Criminales Violentos (ViCAP por sus
siglas en inglés) y, sin duda, que Harris acopiara inspiración para escribir su
siguiente novela. Pero sobre ella, y la saga que comenzó, hablaremos la
siguiente semana.
Hoy, Harris es un hombre de 74 años de
edad, alejado de la vida pública, amante de la buena cocina, que alterna su
residencia entre el sur Florida y Nueva York. Es de los pocos autores vivos que
pueden jactarse de que todas sus obras (5 novelas) se han llevado a la pantalla
grande. Goza de la popularidad que le otorgó crear a uno de los más grandes villanos
de los últimos tiempos. Y ni qué decir de las millonarias ganancias que esto
supone. Su Hannibal Lecter, como las creaciones perdurables, posee vidas
inagotables.
Las cuatro novelas que escribió Thomas Harris que tienen como constante
a Hannibal
Lecter, son un verdadero catálogo de enfermedades mentales, una suerte
de torcido bestiario o un catálogo de perversiones. Dragón rojo (1981) nos
presentó a Will Graham, un antiguo miembro de la Unidad de Ciencias del
Comportamiento del FBI que es sacado del retiro para atrapar al elusivo asesino
en serie que los medios apodaron El hada de los dientes, un demente
que masacra familias durante los ciclos de luna llena. Para ello, Will solicita ayuda al monstruo que
estuvo a punto de matarlo, “el segundo psicópata que capturó”: el brillante
psiquiatra y caníbal Hannibal Lecter. Aunque éste no es
el antagonista de la novela y sólo aparece por breves momentos del relato en su
celda en el Hospital Psiquiátrico de Baltimore, Maryland, el peso de Lecter en la trama es notable. El verdadero villano es Francis Dolarhyde, y
Harris lo describe así:Al cabo de cuatro horas la llevaron a la sala de
partos, donde nació Francis Dolarhyde. El obstetra dijo que parecía «más un
murciélago de nariz aplastada que un bebé», otra verdad. Nació con cortes
bilaterales en su labio superior y en la parte anterior y posterior del
paladar. La parte central de su boca no estaba sujeta y sobresalía. Su nariz
era chata. […] Un cirujano del hospital municipal hizo todo lo que estaba dentro
de sus posibilidades por Francis Dolarhyde, contrayendo en primer lugar la
sección frontal de su boca con una banda elástica, luego cerrando las aberturas
de su labio por medio de una técnica de superposición rectangular, hoy en día
totalmente anticuada. El resultado de los cosméticos no fue satisfactorio.
Dolarhyde
y Lecter no son los únicos psicópatas
mencionados por el autor. También hay una pincelada de Garret Jacob Hobbs:
Garmon Evans, un ex asistente médico del Hospital
Naval de Bethesda, dijo que Graham fue alojado en el pabellón de psiquiatría
poco después de haber matado a Garrett Jacob Hobbs, el “Gavilán de Minnesota”.
Graham dio muerte de un disparo a Hobbs en 1975, cerrando el octavo mes de
reinado de terror de Hobbs en Minneápolis.
El actor Vladimir Jon Cubrt lo interpreta en la reciente serie televisiva.
Sobra decir que el libro fue un éxito de
ventas. Fue llevado al cine en 1986 por el cineasta Michael Mann bajo el título de Manhunter –recuerdo que aquí le
titularon Sabueso-, con Willian
Petersen –con un look similar al que usaba Richard Dreyfuss en la época- como Graham –esto le valió que años después lo convocaran como el
criminalista Gil Grissom en la serie CSI-, Tom Noonan como Dolarhyde,
Dennis Farina como Jack
Crawford y el británico Brian
Cox como Hannibal Lektor –no lo escribí mal-. El furor que despertó la
adaptación del posterior libro de Harris y el afán de sus productores –el
talentoso Dino De Laurentiis- por no
perder sus derechos propiciaron un remake
en 2002 –titulado correctamente Dragón rojo-, dirigido por Brett Ratner, con Edward Norton como Graham,
Ralph Fiennes como Dolarhyde, Harvey Keitel como Crawford
y Sir Anthony Hopkins repitiendo por
tercera ocasión el papel que le valió un Óscar.
Harris y sus editores tuvieron esto en
cuenta para la segunda novela de lo que bautizaron La saga de Hannibal Lecter, El silencio de los corderos (1988),
donde ahora la aspirante a agente del FBI Clarice Starling se da a la captura
de un nuevo psicópata, Buffallo Bill. El nombre real del criminal es Jame
Gumb, y Harris nos ofrece una descripción:
En la ducha se hallaba Jame Gumb, varón, de raza
blanca, treinta y cuatro años, metro ochenta y cinco de estatura, noventa y dos
kilos de peso, sin señales especiales que lo caractericen. Pronuncia su nombre
de pila como James pero sin la s. Jame. Insiste en que se diga así.
Ya platicamos de la laureada película
que el libro inspiró en 1991. Ahí lo interpretó el actor Ted Levine –todos lo recordamos bailando la canción Goodbye
horses de Q Lazzarus-, así
que me salto al siguiente.
La saga continuó en 1999 con la novela Hannibal,
donde Harris mudó al divino caníbal la
ciudad de Florencia, Italia, donde se mueve como pez en el agua en medio de su
bella arquitectura, sus paisajes y sus encantadoras cafeterías al aire libre. A
través de Rinaldo Pazzi, codicioso policía italiano que descubre al
Monstruo, nos enteramos de las andanzas del asesino conocido como Il
Mostro:
“Il Mostro”, el monstruo de Florencia, había hecho
estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de
los ochenta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos
nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola
de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticuloso cuadro adornado con
flores y dejar al descubierto el seno izquierdo de la mujer. De sus
composiciones se desprendía un aire extrañamente familiar, una sensación de
“déjá vu”. […] El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos
anatómicos, excepto la vez que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales
alemanes, al parecer por error.
Y el gran malvado del libro es el
multimillonario heredero de un Imperio carnicero Mason Verger, pedófilo,
antiguo paciente de Lecter y su
segunda víctima sobreviviente, quien busca vengarse a toda costa de su
victimario:
Mason Verger, sin labios ni nariz, sin tejido blando
en el rostro, era todo dientes, como una criatura de las profundidades marinas.
Acostumbrados como estamos a las máscaras, la conmoción ante semejante vista no
es inmediata. La sacudida sólo llega cuando comprendemos que aquél es un rostro
humano tras el cual hay un ser pensante. Nos produce escalofríos con sus
movimientos, con la articulación de la mandíbula, con el girar del ojo para
mirarnos. Para mirar una cara normal. […] El cabello de Mason Verger era
hermoso y, sin embargo, era lo que más difícil resultaba de mirar. Moreno con
mechones grises, estaba trenzado formando una cola de caballo lo bastante larga
como para alcanzar el suelo si se la pasaran por detrás del almohadón. En ese
momento estaba enroscada sobre su pecho encima del respirador en forma de
caparazón de tortuga. Cabello humano creciendo de un cráneo arruinado, con las
vueltas brillando como escamas superpuestas.
En la versión cinematográfica de la
novela que Ridley Scott dirigió en
2001, lo interpretó –si crédito, seguramente a petición del actor- el inglés Gary Oldman. Antes que auto mutilara su
rostro –con ayuda de Lecter-, según
la reciente serie de televisión, es interpretado por Michel Pitt.
Una víctima de Verger –discriminada en la cinta de Scott- es su hermana Margot:
Vista de cerca, era evidente que se trataba de una
mujer. Margot Verger le tendió la mano con el brazo rígido desde el hombro.
Estaba claro que practicaba el culturismo. Bajo el cuello nervudo, los hombros
y los brazos macizos tensaban el tejido de su polo de tenis. Los ojos tenían un
brillo seco y parecían irritados, como si padecieran escasez de lágrimas.
Llevaba pantalones de montar de sarga y botas sin espuelas […] Los enormes
muslos de Margot Verger hacían sisear la sarga de sus pantalones mientras subía
la escalera. Su pelo trigueño era lo bastante ralo como para que Starling se
preguntara si tomaría esteroides y tendría que sujetarse el clítoris con cinta
adhesiva”.
En la serie televisiva la encarna la
bella actriz canadiense Katherine
Isabelle, aunque en palabras de Harris es más semejante a la entrenadora Shannon Beiste (Dot-Marie Jones) del
programa musical Glee.
La más reciente novela de Harris, Hannibal,
el origen del mal (2006) representa para mí un gran dilema. ¿Necesitaba
Hannibal Lecter que su creador le
diera un origen? No lo creo. Sé que una exigencia en la investigación criminal,
requisito de la Criminología, es conocer los motivos que llevan a una persona a
convertirse en asaltante o asesino. Esta necesidad ha sido tomada con
entusiasmo por las bellas artes, sea como el legítimo medio para conocer mejor
a un personaje o para aprovechar sus virtudes comerciales. Piénsenlo bien.
¿Alguien conoce cómo fue la infancia de la Malvada Reina de Blanca Nieves, o si el Capitán Garfio era un niño maltratado?
No es necesario. Así me lo recuerda la muy reciente Maléfica. El mal existe y
a veces sólo necesitamos saber eso. Bram
Stoker nunca nos habló del origen de Drácula,
ni de su relación con sus tres novias en su castillo. Se limitó a darle una
vaga historia según la contó a Abraham Van Helsing “su amigo
Armenius de la Universidad de Budapest”. Los grandes villanos no siempre requieren
un origen. Los espacios en blanco y las interrogantes hacen trabajar la
imaginación del lector, lo obligan a poner atención a los pequeños detalles que
explican la personalidad del personaje. El exceso de datos no siempre se
agradece. Prefiero quedarme con la biografía parcial que Harris nos ofreció en Dragón Rojo y El silencio de los corderos –su polidactilia, sus aficiones por el
buen comer y las bellas artes, su historial criminal, la incapacidad de las
herramientas psicológicas para penetrar en su mente-. No me gustan sus raíces
como un noble lituano, que unos rapaces de la II Guerra Mundial hubieran
devorado a su hermanita Mischa, su formación en artes
marciales –habilidades nunca manifestadas en sus dos primeras aventuras- y el
amor que casi terminó por redimirlo. Todo no hace más que debilitar el aura de
misterio que lo rodeaba y lo hace –al menos para mi- menos atractivo. En fin.
En gustos se rompen géneros ¿Ustedes qué opinan?