viernes, 5 de abril de 2013

Cuando el Diablo nos alcance


Existen dos percepciones comunes al rememorar el clásico Evil dead –aquí le nombraron El despertar del Diablo, y me gustó que lo hicieran-, que en 1981 escribió y dirigió un joven de 22 años llamado Sam Raimi: que el libro maldito que desata el horror es el Necronomicon imaginado por Howard Phillips Lovecraft y que el tono general de la trilogía es el de su segunda entrega (Evil dead 2: dead by dawn, Sam Raimi, 1987), una entretenida mixtura de horror, humor negro, excesos y cubetadas de sangre. Las dos son erróneas. De la primera reproduciré un artículo que escribí para la página web de Mórbido. La segunda es el principal argumento de los detractores del remake que se estrena hoy en las salas de México. “Según el corto, le quitaron todo el humor que le caracterizaba”, dicen. Para verlo es importante no perder de vista que la original era una cinta de horror, con las carencias de un presupuesto reducido y las limitaciones tecnológicas de la época. Todo era compensado con la honestidad de un realizador que creía fervientemente en el terreno en que se movía, que aportó elementos interesantes (esa cámara subjetiva que recorría el tenebroso bosque y sus acercamientos abruptos), respetuoso de sus clásicos (como revela el cartel de Las colinas tienen ojos de Wes Craven colgado en el infame sótano) y con el empuje del que desea ganarse una posición en el campo. Él no intuía la talla que su obra alcanzaría. Evil dead se convirtió en objeto de culto instantáneo y ha sido venerada por generaciones de cinéfilos desde su estreno. Por eso la idea de una reelaboración parece tan ultrajante para muchos. La película convirtió en una celebridad  a su protagonista Bruce Campbell, amigo de la infancia de Raimi. Ambos fungen como productores de la nueva versión. Campbell anticipó que era un producto diferente a su original. Para comenzar, su personaje Ash fue descartado. Pidió también a los fans que le den una oportunidad. Se la daré. En breve podré juzgar el resultado. Deseo genuinamente que me sorprenda, o por lo menos no me decepcione.    

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