Nunca he ocultado mi fascinación por los villanos. Si tengo que elegir entre el bueno y el malo en una novela o una película, siempre me decidiré por el segundo. Es irónico –incluso contradictorio- dadas mis actividades, pensamiento e indignación cotidiana por la oscuridad del ser humano. Aclaro algo: no me pongo del lado del crimen organizado –de la vida real-, pero sí de parte del Guasón o del Conde Drácula. Hay algo fascinante e irresistible en estos personajes. Nos permiten enfrentar, desde la seguridad de la página impresa o la imagen en movimiento, nuestra naturaleza interior y primigenia como individuos. Son los que aportan el conflicto en toda historia, los que realzan las virtudes y recompensas del bien. Nadie nace malo, a pesar que algunos genetistas insisten que en ciertas personas la maldad es una especie de “defecto de fábrica”. Si esto fuera cierto, existe un alud de factores externos que puede mitigarla. Creer inequívocamente en la maldad nata es aceptar que no podemos escapar de un destino tallado en piedra. Existe algo llamado libre albedrío y, según le enseñaron a mi héroe de la infancia, son nuestras acciones las que nos definen. Alguna vez escuche decir al malvado Lex Luthor, enemigo jurado de Supermán, que la maldad es un viaje. Tiene la boca llena de verdad. Creo además que, como los libros de Lemony Snicket, es una serie de eventos desafortunados. Como sea, y como dijo mi amigo Vicente Quirarte, el bien no hace gran literatura ni ocupa las primeras planas de los periódicos.
Seguramente el pequeño Roberto Coria intuía esto cuando tomaba conos de cartón –de las madejas de estambre de su madre- y utilizaba papel aluminio para fabricar un garfio para reemplazar su mano izquierda, justo como el antagonista del relato que tanto le encantaba: Peter Pan, de James Matthew Barrie, que fue transformada por Walt Disney en una película animada en el año de 1963 –yo la conocí mucho tiempo después de esta fecha-.
El Capitán Garfio fue uno de los primeros villanos que adoré. Surgió de la imaginación del escritor victoriano que recién mencioné, originalmente en una puesta en escena. Luego brincó a la literatura e inevitablemente a otros medios. La obra de teatro El hombre que fue Peter Pan del dramaturgo inglés Alan Knee especula sobre los eventos que llevaron a Barrie a la creación de este icónico personaje que “alguna vez fue contramaestre de Barbanegra y es el único hombre al que teme John Long Silver” pero que sin duda es una crítica a la rigidez de la educación victoriana, donde los niños fueron severamente –incluso despiadadamente- moldeados para convertirse en adultos “modelo”. Garfio, o James Hook según el escritor, toma la imagen clásica del pirata, pero sus motivaciones lo acercan más al Capitán Ahab –de la novela Moby Dick de Herman Melville- o al Capitán Nemo –de la novela 20 mil leguas de viaje submarino de Julio Verne-. Busca vengarse. Concretamente de Peter Pan, el niño que no quería crecer, quien mutiló su mano y alimentó con ella a un terrible cocodrilo. Barrie añadió, como una espléndida metáfora, que el villano advertía su presencia –pues temía al lagarto indescriptiblemente- gracias a que éste devoró también un reloj de mano, que caminaba incesantemente en su vientre.
Garfio teme al tiempo, como muchos adultos. Eso cobra especial importancia en esta época donde la juventud es un valor y a muchos adolescentes les aterra perderla. Cuando, como gesto de respeto, llamo “señor” al chico que empaqueta mis compras en el supermercado, éste siempre me corrige enérgicamente: “no me diga así, si no estoy viejo”. De ahí el acierto que el papel fuera interpretado por el mismo actor que personificaba al padre de los niños Darling en la obra. En algún momento el legendario Boris Karloff portó la piel del villano, en un montaje de 1950. Aquí en México lo vi interpretado por Manuel “El loco” Valdés en los años ochenta.
El Capitán Garfio fue descrito por su creador: “de aspecto cadavérico y cetrino, con el pelo en largos bucles, que a cierta distancia parecían velas negras y daban un aire singularmente amenazador a su amplio rostro. Sus ojos eran del azul del nomeolvides y profundamente tristes, salvo cuando le clavaba a uno el garfio, momento en que surgían en ellos dos puntos rojos que se los iluminaban horriblemente. En cuanto a los modales, conservaba aún algo de gran señor, de forma que incluso lo destrozaba a uno con distinción y me han dicho que tenía reputación de raconteur. Nunca resultaba más siniestro que cuando se mostraba todo cortés, lo cual es la mejor prueba de educación, y la elegancia de su dicción, incluso cuando maldecía, así como la prestancia de su porte, demostraba que no era de la misma clase de su tripulación. Hombre de valor indómito, se decía de él que lo único que lo atemorizaba era ver su propia sangre, que era espesa y de un color insólito. En su vestimenta imitaba un poco los ropajes asociados al nombre de Carlos II por haber oído decir en un periodo anterior de su carrera que tenía un extraño parecido con los desventurados de Estuardo y en los labios llevaba una boquilla de su propia invención”.
Como dije, Garfio ha sido repetidamente llevado al cine. Dustin Hoffman lo interpretó acertadamente en Hook, el regreso del Capitán Garfio (Steven Spielberg, 1991), una suerte de secuela –no muy afortunada- de Peter Pan donde el villano modifica su venganza al robarse los afectos de los hijos del protagonista gracias a que éste fue devorado por el mundo de los adultos. Recientemente Jason Isaacs –Lucius Malfoy en la serie Harry Potter- le dio vida en Peter Pan (P. J. Hogan, 2003) como el villano despiadado donde se apreciaba, gracias a los efectos de computadora, el muñón de su mano amputada.
Para finalizar, como reconoce su Némesis gracias a la pluma de Fernando Savater, Garfio es su hermano en más de un sentido. Él adolece del precioso tiempo que define la esencia de Peter Pan. Eso los convierte en enemigos formidables e, irónicamente, imperecederos.
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