lunes, 20 de febrero de 2012

De lo que están hechos los sueños

La noche del 28 de diciembre de 1895, en una lujosa avenida de la ciudad de Paris, un reducido grupo de personas se congregó frente a un local que anunciaba la presentación de un nuevo invento. El escueto cartel decía simplemente “CINEMATÓGRAFO LUMIÈRE. Entrada 1 franco”. Solo 35 personas se dejaron arrastrar por el enigmático letrero. Una vez apagada la luz, comenzó la magia y una de una de las manifestaciones culturales que mejor define nuestra época.
Imaginar esta experiencia es indispensable para comprender el espíritu del vigésimo tercer largometraje del talentosísimo Martin Scorsese, Hugo (2011). No sólo es su primera película filmada enteramente en 3D –técnica que anatemizo, como ya he dicho- sino la primera que disfruté en este formato. Por primera vez la tercera dimensión rebasa el artificio y el mérito tecnológico. Se encuentra al servicio del guión de John Logan que se basa en el libro infantil La invención de Hugo Cabret, escrito e ilustrado por el estadounidense Brian Selznick.
Es su procedencia la que marca la primera parte de la cinta. Paris, 1931. Hugo Cabret (Asa Butterfield) es un niño de 12 años que habita en las entrañas de la estación de trenes de Montparnasse bajo el cuidado de su ebrio tío Claude (Ray Winstone), un relojero que se encarga del buen funcionamiento de los inmensos mecanismos del lugar. Hugo observa cotidianamente el ir y venir de la gente. Entre ellos el Inspector Gustav (Sacha Baron Cohen), la florista Lisette (Emily Mortimer), el propietario del expendio de periódicos Monsieur Frick (Richard Griffiths), la dueña de la cafetería Madame Emile (Frances de la Tour), el propietario de una maravillosa librería Monsieur Labisse (Sir Christopher Lee) y el maestro juguetero Georges (Sir Ben Kingsley), a quien Hugo roba engranes y piezas mecánicas para un fin importante: hacer funcionar a un autómata que su finado padre (Jude Law) reparaba antes de que la vida los separara. Pronto el niño e Isabelle (Chloë Grace Moretz), ahijada de Georges, se embarcan en una aventura formidable que no sólo les permitirá definir su lugar en este mundo, sino reparar sueños y amores rotos.
Hasta este momento su tono no deja de recordarnos a las incontables adaptaciones de Oliver Twist, o a Lemony Snicket: Una serie de eventos desafortunados (Brad Silberling, 2004) e incluso a la saga de Harry Potter. Pero sigue la parte que más adoré de la cinta: un maravilloso homenaje a los albores de la cinematografía con referencias importantísimas a La llegada del tren a la ciudad (Auguste y Louis Lumiére, 1895), Intolerancia (D. W. Griffith, 1916), El gabinete del Dr. Caligari (Robert Wiene, 1920), El chico (Charles Chaplin, 1921), Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Rex Ingram, 1921), Por fin a salvo (Fred C. Newmeyer y Sam Taylor, 1923), El ladrón de Bagdad (Raoul Welsh, 1924), El maquinista de la General (Clyde Bruckman y Buster Keaton, 1926) y, sobre todo, Viaje a la luna (1902), una de las 555 películas –según el Internet Movie Data Base- que filmó el maravilloso Georges Méliès.
Es precisamente en esta parte donde Scorsese se regodea. Él, como un incansable luchador por la preservación de los archivos fílmicos de la humanidad, escribe una carta de amor al séptimo arte. Y más allá, un tributo a la imaginación y la capacidad de soñar despiertos porque el cine, como dijo alguna vez Emilio García Riera, “es mejor que la vida”. Incluso el mismo Scorsese, como le enseñó su maestro Alfred Hitchcock, tiene una fugaz aparición.
Más de un parlamento me arrancó genuinas lágrimas de emoción y tan sólo recordarlos pone en riesgo el teclado de la computadora. Por eso cierro con la crítica que otro gran enamorado del cine, mi amigo Rafael Aviña, publicó el pasado 27 de enero de 2012 en la sección Primera Fila del periódico Reforma. Hugo ha recibido numerosos reconocimientos de la crítica especializada. Tiene 11 nominaciones para recibir el prestigiado Óscar, y se merece cada una. En un momento donde este premio ya no es –al menos para mí- un referente para calificar la calidad de una película, el que ganara la mayoría –sobre todo las categorías principales- me haría recuperar la fe en él.
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Un homenaje al cine mismo
Rafael Aviña

Paris, años 30. Autómatas que dibujan, locomotoras fuera de control, orfandad, ilusionismo, películas y genios del cine olvidados, una impecable e impresionante utilización del 3D y los efectos visuales, todo ello, bajo la conducción de otro prestidigitador de la pantalla: Martin Scorsese, gran cineasta y empedernido cinéfilo.
Se trata de La invención de Hugo Cabret (EU, 2011), con la que el responsable de Taxi Driver (1976), realiza su primera película para todos los públicos, sino el homenaje más sentido a una de sus enormes pasiones: los archivos fílmicos y los maestros del cine silente.
Adaptado de la exitosa novela de Brian Selznick, el filme comulga en buena medida con la imaginería infantil y el concepto de aventura de un Steven Spielberg, sin embargo, la malicia de Scorsese lo lleva a desechar cualquier empalago humorístico-sentimental, para proponer un drama con un espíritu muy cercano al Charles Dickens literario.
La historia de Hugo, un huérfano (Asa Butterfield) que vive de milagro, oculto en la torre del reloj de una estación de trenes, hábil para arreglar todo tipo de pequeños mecanismos, algo heredado de su padre relojero, sirve en realidad de pretexto para contar el relato de una ingrata omisión.
En su afán para reconstruir el autómata que su padre halló y dejó inconcluso, Hugo se relaciona con el anciano cascarrabias que mata el tiempo componiendo juguetes en un pequeño local de la terminal y que no es otro que el mismísimo genio del trucaje cinematográfico: Georges Meliés, quien vive en el anonimato, olvidado por el público, protagonizado con eficacia por Ben Kingsley.
Ahí está el encanto de la lectuira en la biblioteca qyue atiende el siempre grande Christopher Lee, la amistad b las ansias de aventura que comparte Hugo y la joven Isabelle (Chloë Grace Moretz), ya sea en la sala de cine o en esa estación en la que conviven floristas solitarias o guardias con recuerdos físicos de la guerra y, por supuesto, la gran habilidad del realizador para rodear a este relato de gran aliento fílmico, con sus elegantes movimientos de cámara y un soberbio montaje.
No obstante, lo que en realidad le interesa a Scorsese, es transmitir al espectador su adoración a los grandes pioneros del séptimo arte: los Lumiére, Chaplin, Keaton, Lloyd, Griffith, Mélies y más.


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