martes, 20 de agosto de 2013

Fue su primera vez

La expresión latina opera prima se usa para designar al primer trabajo oficial de un artista. Cuando se trata de un cineasta, este esfuerzo le sirve como una tarjeta de presentación. Hace evidente su estilo y capacidades, y nos permite atisbar –con un alto grado de precisión- cómo serán sus obras posteriores. De haberlas, por supuesto. En el medio musical estadounidense, hay algo que se conoce como one hit wonder. Es una suerte de examen profesional. En el caso del tapatío Guillermo del Toro, las altas expectativas que ocasionó aquél año 1993 fueron satisfechas con creces. Yo era apenas un tierno muchacho de 20 años. Instalado en la sala de cine, rodeado por pocos pero entusiastas cinéfilos, el resultado me sorprendió. 
Su debut cinematográfico, La invención de Cronos, es afortunado e insólito en muchos sentidos. Por una parte es un espléndido espécimen de géneros olvidados para ese entonces en el panorama fílmico nacional y que conocieron días de gloria y bonanza: el horror y la fantasía. Por otra, revela a un narrador eficiente –recordemos que la escribió y dirigió- y fiel a obsesiones poco reconocidas: el horror y la fantasía (conste que lo repetí a propósito). Y finalmente tiene altísimos valores de producción pese a su magro presupuesto. Con tan sólo 29 años de edad, del Toro ingresaba a un medio difícil –hostil a veces- donde luchaba contra ideas anquilosadas y todos los prejuicios del mundo. Hoy, 20 años después, sus miles de seguidores alrededor del mundo podemos decir que fuimos testigos del inicio de una de las carreras más venturosas en tiempos recientes. Cronos –así le decimos sus devotos- es una cinta cercana a la perfección. Aporta sangre nueva a uno de mis monstruos preferidos –el vampiro, claro está- de una manera inteligente y original. Es una de mis películas favoritas y lo confieso con orgullo en todos los espacios donde el tema sale a colación. Y, colmo de las ironías, por primera vez escribo sobre ella. Lo hago con pretexto de su más reciente largometraje, del que ya hablé con anterioridad, y seguramente seguiré con el resto de su filmografía.
Los inicios de Guillermo del Toro no son distintos de los nuestros. Por encima de todo, es un gran cinéfilo, devorador por igual de cintas de horror mexicanas como estadounidenses, italianas y japonesas. Era, como dijo el crítico de cine Leonardo García Tsao en el prólogo al guión (publicado por ediciones El Milagro en 1995), “un chavo imberbe de Guadalajara que le gustaban los cómics y las películas de horror”. Su vocación lo llevó a realizar rudimentarios cortometrajes –su madre misma protagonizó bajo sus órdenes Matilde y Geometría- y posteriormente evolucionó al terreno de los comerciales y la televisión, donde desempeñó los más diversos roles, desde asistente de director, maquillista, realizador de efectos especiales y artista de story boards. Por esos momentos comenzó a fraguar dos historias –proyectos de tesis para la Universidad de Guadalajara- tituladas El vampiro de Aurora Gris y El espinazo del diablo (a ella llegaré en un futuro no distante). Posteriormente realizó sus “pininos” en el semillero televisivo titulado Hora marcada (1986-1989), serial episódico donde realizó algunos memorables capítulos. Fundó una firma especializada en efectos llamada Necropia, en la que conoció a la que sería su esposa, Lorenza. Conoció al que habría de convertirse en su cinefotógrafo de cabecera, Humberto Navarro, quien le presentó a su hermana Bertha Navarro. Ella, como la buena productora que era, le orientó para hacer realidad uno de sus sueños. Y le estamos muy agradecidos por ello.
Todo aficionado de estos temas conoce muy bien La invención de Cronos, pero recordémosla. En un maravilloso prólogo ambientado en 1536 y narrado por Jorge Martínez de Hoyos, el alquimista Uberto Fulcanelli (Mario Iván Martínez) escapa de la Inquisición y se establece en Veracruz. Está obsesionado por conseguir la vida eterna. Posteriormente viajamos 400 años después, hasta un edificio colapsado. Entre escombros, con el pecho mortalmente atravesado por un madero, con el rostro pálido y deformado, yace el alquimista que pronuncia sus últimas palabras, “suo tempore”. La cámara recorre la casa del difunto, tal como hicieron las autoridades de la época. Ahí pende un cadáver que se desangra sobre cuencos y vasijas. El alquimista consiguió su objetivo a través de un ingenioso dispositivo conocido como La invención de Cronos, que reposa secretamente en el interior de la estatua de un ángel.
Inicia una historia de amor y horror, con maravillosos momentos de comedia –el embalsamador encarnado por Daniel Giménez Cacho es estupendo- y drama, con incontables alegorías a la religión, al tiempo que avanza inmisericorde, a la eternidad, a la inocencia y el sacrificio. El anticuario Jesús Gris (Federico Luppi) y su esposa Mercedes (Margarita Isabel) crían a su nieta Aurora (Tamara Shanath), luego de que sus padres mueren en un accidente. El anciano, gris como su apellido, cruza su camino con Ángel de la Guardia (Ron Perlman), sobrino del decadente y moribundo millonario Diether de la Guardia (Claudio Brook, maravilloso), quien le ordena comprar estatuas de ángeles a cualquier costo. En una de ellas, accidentalmente  revelado por los insectos tan queridos por “El Gordo”, el viejo y la niña descubren lo que ansiosamente desea de la Guadia: el dispositivo del título, diseñado por el talentoso José Fors. La razón es simple. Al igual el alquimista, el industrial desea la inmortalidad. Sin desearlo, Gris la obtiene. A un altísimo costo.
Con una belleza poética –la niña arropando a su abuelo vampiro en un ataúd improvisado en su baúl de juguetes o los ángeles envueltos en plástico en la guarida del villano- y heroica –“lo mío es nada más dolor”-, la película es indispensable en todos los sentidos. Deja muy en claro aspectos que van a coincidir y definir el trabajo del director: los insectos, los engranes y la maquinaria de relojería, la infancia, los dilemas no resueltos con la figura paterna y su noción de lo monstruoso. Porque algo que defiende el tapatío es que el monstruo no necesariamente es malo. Es más terrible el personaje de Ron Perlman, obsesionado con el aspecto de su nariz y su ambición desmedida por la fortuna de su pariente, que el personaje ficticio más feo. Y las principales aportaciones de del Toro al mito son dos: su protagonista es un anciano decadente que lame incluso la sangre del piso de un baño y un proceso de vampirización –libre de colmillos- donde un insecto milenario, atrapado en un dispositivo a medio camino entre un juguete de cuerda y un Huevo de Fabergé, es el gran dador de un don deseado y cuestionado por todos.

Al finalizar su introducción al texto, García Tsao tuvo dones proféticos. “No he visto aún la película terminada, pero el guión de La invención de Cronos es un anticipo de lo que quizá resulte ser el mejor espécimen del cine de horror nacional. Su cuidadosa elaboración, sus versiones pensadas y repensadas a lo largo de los años, me hacen suponer una victoria fácil sobre los átomos malignos que suelen acechar cualquier intento de cine fantástico en México”. No sé si es “el mejor espécimen del cine de horror nacional”, pero sin dudarlo es uno de sus mejores representantes en los últimos 30 años. Casi inmediatamente pudo comprobarse cuánta razón tenía el crítico. Su airoso paso por festivales nacionales e internacionales, sus incontables premios y la respuesta de los espectadores demuestran lo que comprobamos desde la butaca y el remate de García. “Este chavo imberbe de Guadalajara tiene talento”.

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