Allí estaba, avanzando hacia nosotros, su silueta oculta por los árboles un segundo, fugazmente visible a través de la espesa y remolineante bruma, luego oculta de nuevo. La niebla, la escasa luz y el miedo daban un aspecto enorme al fantasma, pensé. No podía ser tan enorme como parecía.
Era un conejo. Un descomunal conejo. Su largo pelaje era de un blanco brillante, velludo y blando. Cuando estuvo un poco más cerca vi sus largas y fofas orejas y creí distinguir incluso una pincelada de rosa en la parte interna. Sus patas delanteras eran cortas…, cortas comparadas con el tamaño del cuerpo pero enormes de todas formas, y al parecer las tenía pegadas al pecho. No iba dando saltos, como haría un conejo real al apoyarse en sus potentes patas traseras, sino caminando. Lo vi con claridad, caminaba resueltamente a lo largo de la senda. Imposible equivocarse. Caminaba erecto del modo más grotesco.
Lo contemplé, fascinado y horrorizado al mismo tiempo, mientras su tamaño iba aumentando y se materializaba poco a poco como si hubiera surgido, así lo parecía, de la niebla. Imposible negarlo. Estaba observando al Conejito de Pascua, y todo cuanto había dicho el anciano era cierto.
Era real e irreal al mismo tiempo, un ser que se movía en este mundo, el real, y sin embargo no pertenecía a este mundo. Un monstruo.
Había que matarlo.
Su desenlace, violento, sanguinario y pesimista, representa el triunfo de la razón sobre la fantasía. Nos recuerda que aún las figuras más inocentes, las surgidas en nuestra tierna infancia, son territorio del horror.
Ciertamente no soy fan de lo íconos estadounidenses, así q lejos de sentirme culpable, me atrajo eso de matar al conejito.
ResponderEliminarEl cuento suena muy interesante.
Uuhh si, apoyo 100% a la causa. Maravilloso tu cuento Robert, lo real mata a la fantasía de manera cruda y sanguinaria...
ResponderEliminarLei varias veces este cuento, que es muy bueno.... y luego viene santa Claus!!!!
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