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lunes, 21 de diciembre de 2015

Sucedió una navidad

Nos guste o no, prácticamente todas las personas de mi generación vimos en el verano de 1990 la película aquí bautizada como Mi pobre angelito (Home alone), fenómeno de taquilla escrita por el desaparecido genio John Hughes y dirigida por el entonces novato Chris Columbus (autor de los guiones de Gremlins y El joven Sherlock Holmes). La premisa era simple. En los días previos a la navidad, una numerosa familia olvida a Kevin McCallister (Macauley Culkin), su pequeño y angelical hijo de ocho años, antes de salir de viaje a París. El menor toma esto de manera cándida –incluso disfruta la situación- hasta que debe defender su lujosa casa suburbana de Chicago de dos pobrediablezcos ladrones (Joe Pesci y Daniel Stern), utilizando todo tipo de hilarantes –para nosotros- recursos, hasta que la unión del clan es restablecida. Su impresionante éxito económico propició dos años después una igualmente redituable secuela directa, así como otras dos que nada tenían que ver con la historia original. Y creo que no debemos ser tan severos. La saga –sobre todo sus dos primeras partes- son un producto para las fechas navideñas, inofensivo, desechable.
La idea se recicla 25 años después –muchos creativos lo están haciendo- en la serie de cortometrajes para Internet :DRYVRS, dirigida en su primer episodio por Jack Dishel y Kerry Harris, escrita y creada por el primero. Culkin, hoy un hombre de 35 años, vuelve a encarnar al otrora inocente Kevin. Sólo que, como en la vida real, es un adulto inestable, traumatizado por su experiencia del pasado. Es que el error de sus padres, divertido como lo presentaba el guión de Hughes, podría ser legalmente sancionado en nuestra era. En la legislación mexicana, por ejemplo, figura el delito de “abandono de infante” y estoy seguro que, de ser conocido por las autoridades de su país, habría ocasionado consecuencias severas.  Culkin es el conductor –reemplaza a su esposa- de un servicio de transporte tipo Uber que narra sus vivencias a su desconcertado cliente: “Es la maldita navidad, toda tu familia se va de vacaciones y olvidan a su maldito hijo de ocho años. Y lo dejan sólo en casa, por una semana. Y defiendo mi casa de dos intrusos sicópatas. Era sólo un niño. Todavía tengo pesadillas con ese tipo calvo, persiguiéndome, hablando como Sam Bigotes, “voy a arrancarte las uñas”, “voy a agarrarte, pequeño travieso”. Todo está salpicado humor negro, con referencias de las películas, desde su partitura –usada como ring tone- hasta anécdotas. “El comer una rebanada de pizza era una guerra”. Kevin, de ser “víctima” se convierte en “victimario”, como todo buen psicópata. Todo culmina en un baño de sangre al más puro estilo de Quentin Tarantino, con el famoso grito de su tierna niñez.
En definitiva es una muy breve alternativa, de sólo cinco minutos de duración, para enfrentar la melcocha de estos días con la frente en alto.

martes, 1 de abril de 2014

¡Feliz Día de los Locos!

Hoy celebramos un día más del muy estadounidense April Fool´s Day, símil de nuestro Día de los Inocentes, fecha en que suelen gastarse todo tipo de bromas y conocida por algunos autores como el Día de los locos.
La ocasión es atractiva porque fue el día que eligieron el escritor norteamericano Grant Morrison y el talentoso ilustrador Dave McKean (mejor conocido por sus cubiertas para la serie Sandman) para ambientar su celebrada novela gráfica Arkham Asylum, a serious house on serious Earth (1989). La publicación, sin duda beneficiada por la muy reconocida película de Tim Burton, tuvo un éxito sin precedentes. Es un estudio de los mayores traumas de Batman, presentado por los autores como una construcción simbólica, vaga y sombría, y una poderosamente macabra reinterpretación de los personajes clásicos de la historieta. Esta es la trama: en un primero de abril, el Guasón lidera un motín en el conocido manicomio y obliga a Batman a adentrarse en él con la amenaza de sacar un ojo a una joven rehén. De forma paralela descubrimos la tortuosa historia del fundador de la institución, Amadeus Arkham, su descenso a la locura y su intento por contenerla.
Tal vez el elemento más atractivo de la historia es el Guasón, que sin duda da miedo. Según testimonios de personas cercanas, fue una de las inspiraciones que el desventurado Heath Ledger utilizó para construir su papel de Batman, el caballero de la noche.

Sin duda es una novela gráfica que debe estar en el librero de todo diletante de lo truculento.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Crónicas del Padre Merrin

El oficio de Lankester Merrin, hombre holandés (de madre estadounidense) nacido en 1892 y muerto en 1971 tras confrontar al Demonio Pazuzu, da nombre a la novela de William Peter Blatty y a la cinta homónima que propició, que ayer cumplió sus primeros 40 años de vida. Es difícil dimensionar su papel en los acontecimientos cuando la verdadera protagonista, tanto del libro como de la película, es la preadolescente Regan McNeill. Sin embargo tanto Merrin, como el Padre Demian Karras, compiten con ella en importancia y popularidad.
La carrera del arqueólogo y hombre de fe es extensa. Nunca dejó de recordarme al británico Howard Carter (1874-1939), quien encabezó la expedición que en 1922 descubrió la tumba del Emperador Tutankamón, en el Valle de los Reyes, frente a Luxor, Egipto. El hombre que le dio vida, el actor holandés Max Von Sydow, tenía 43 años al momento de aceptar el papel. El talentoso artista de maquillaje Dick Smith debió envejecerlo para aparentar ser un hombre de mayor edad.
Entre los antecedentes de Merrin, Blatty señala un encuentro previo con el Maligno, que ocurrió en África años antes de los acontecimientos que describe en la publicación. Ese esbozo fue materia ideal para la tardía precuela que Warner Brothers encargó en 2004 a los guionistas William Wisher y Caleb Carr (lo recordarán por su maravillosa novela El Alienista). Titulada Dominio, una recuela de El Exorcista y dirigida por Paul Schrader, la película fue desaprobada por el estudio quien, preocupado por su inversión, encomendó al director Renny Harlin reparar el desaguisado. El resultado de ambos casos tuvo una respuesta variada. La segunda sí tuvo una exhibición comercial, mientras la primera –hasta donde sé- fue directamente al video, como una curiosidad. En lo personal prefiero la película de Schrader. La de Harlin, reescrita por Alexi Hawley, se tituló El Exorcista, el inicio (nombre más comercial) y utilizó gran parte del metraje original de su predecesora, afortunadamente protagonizada por Stellan Skarsgård como el joven Padre Merrin, cuya fe está en crisis por sucesos terribles que presenció durante la Segunda Guerra Mundial.

Pero sin importar la versión que elijan, la huella de Merrin es profunda. Para muestra, basta un botón. La llegada de Abraham Van Helsing (Sir Anthony Hopkins) en Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) es un gran homenaje a la escena ideada por William Friedkin hace 40 años. Y ahora que lo pienso, tanto Merrin como Van Helsing, son holandeses: “Que conste en los registros que a partir de este momento yo, Abraham Van Helsing, me involucro personalmente en estos extraños eventos”.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Exorcista de las cuatro décadas

Una noche como hoy, hace exactamente 40 años, cientos de personas observaron con alivio los últimos momentos de El Exorcista, el sexto largometraje del director estadounidense William Friedkin. Dudo que él imaginara la dimensión que alcanzaría su obra, que motivó un alud de cintas sobre posesiones demoníacas, desprendió dos desiguales secuelas, un par de precuelas (una hecha dos veces, en realidad), propició incontables parodias e imitaciones de diversas calidades. Costó poco más de 10 millones de dólares y ha recaudado, hasta la fecha, más de 440.
La novela homónima de William Peter Blatty, adaptada para la pantalla por él mismo, ofrece la materia prima perfecta para un clásico. Y le sigue sin duda su reparto afortunado y preciso: Ellen Burstyn como la atribulada actriz Chris McNeill, Jack MacGowran (el Profesor Abronsius de La danza de los vampiros) como el borrachín director de cine Burke Dennings, Max von Sydow como el experimentado Exorcista Lankster Merrin, Jason Miller como el atormentado sacerdote y psicólogo de medio tiempo Damien Karras, Lee J. Cobb como el cinéfilo y detective William Kinderman y, por supuesto, la entonces preadolescente Linda Blair como Regan McNeill, la desgraciada presa del demonio Pazuzu. Todo aderezado con las ya míticas Campanas tubulares de Mike Oldfield, tema musical que ha sido empleado en una variedad incontable de formas. Su horror contenido, que no necesita pilas de cadáveres o se sustenta en sus prodigiosos efectos especiales –innovadores para entonces-, es sobrecogedor hasta el final del metraje.
Todos conocemos su trama, y aun así volvemos a disfrutarla como el primer día cada vez que la reencontramos: la hija de padres divorciados que se establece con su madre en la ciudad de Georgestown, Washington, es poseída por una entidad malévola. Es sometida a una interminable, tortuosa e inútil serie de estudios médicos para descartar males físicos. La Psicología tampoco demuestra mucha eficacia y finalmente se llega al reconocimiento que la solución se encuentra en los territorios de la fe.

Alrededor suyo se tejieron toda serie de inquietantes leyendas que sólo contribuyeron a su incrementar su perdurabilidad: maldiciones, muertes misteriosas, sucesos sobrenaturales en los sets de filmación y sacerdotes llevados para bendecirlos (William O'Malley, que interpretaba al Padre Joseph Dyer, era reverendo en la vida real) y un destino funesto para sus actores. Si no lo creen, pregunten a Blair –hoy una mujer de 54 años-, cuya carrera actoral nunca despegó pese a su mítico personaje y se vio obligada a repetirlo en la poco agraciada El Exorcista II, el Hereje (John Boorman, 1977) o en la infame Reposeída (Bob Logan, 1990), comedia diseñada para el lucimiento del veterano Leslie Nielsen.

Sus escenas viven en las pesadillas de muchos, desde la aparición del demonio en el desértico Irak, las “ratas” que se pasean en el ático, el comportamiento perturbador de Regan, las apariciones fugaces –sólo para el espectador- en la oscuridad de su habitación, las cosas volando violentamente en el lugar, el vómito de sopa de chícharos, la cabeza giratoria de la chica, sus insultos (en la voz de Mercedes McCambridge), las alusiones sexuales y el estremecedor desenlace en las escaleras de la calle M de Georgestown, auténtico acto de lucidez, fortaleza y heroísmo.

El Exorcista se ganó con creces sus dos premios Óscar en 1974 (por Mejor mezcla de sonido y Mejor guión adaptado, aunque fue nominada a Mejor película, una auténtica hazaña para el género), su ingreso en 2010 al Registro Nacional de Películas de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos pero sobre todo su lugar inamovible en nuestra memoria y corazones. Me alegra pensar que la veré cumplir 50 años y, si me mantengo en buena forma, 75. Porque diferencia nuestra, la película no envejece. Hace un rato acabo de verla por enésima ocasión (la primera fue en el monstruoso reproductor Betamax de un tío, a escondidas, cuando tenía siete u ocho años) y debo reconocer que se mantiene tan vigente como entonces. Envidio a todos los que se asustaron en las salas de cine aquél 26 de diciembre de 1973. Significó el cierre de un gran año. 

sábado, 15 de junio de 2013

El mundo se va a acabar (en el Día del Padre)*

Un momento de pesimismo. O de abrumadora realidad, si prefieren. Cuando observo los efectos del calentamiento global, los derrames petroleros, las especies animales que aniquilamos sin misericordia y cosas aparentemente irrelevantes en medio de la tragedia nacional –porque la crisis económica, la indolencia de la Suprema Corte de Justicia y el narcotráfico se cuecen aparte-, como el hermoso parque cercano a mi casa, donde la muchas personas arrojan indiferentemente todo tipo de desperdicios –desde botellas de cerveza hasta condones usados-, no puedo evitar un fatal sentimiento: el ser humano, como especie, no merece existir. Es cierto que unos pocos locos tenemos cierto nivel de conciencia y que el hombre ha creado las más sublimes expresiones artísticas, pero todos esos triunfos palidecen frente a nuestra naturaleza predadora sin sentido. Una película protagonizada por Jamie Lee Curtis (Virus, John Bruno, 1999) ya lo dijo: el hombre es un virus. Los virus destruyen a su huésped y se multiplican.
Uno de los temas más recurrentes de la ciencia ficción es el fin del mundo. La etapa posterior al Apocalipsis ha sido retratada en innumerables textos, desde El último hombre (1826) de Mary Shelley y La máquina del tiempo (1895) de Herbert George Wells hasta la maravillosa –y terrible- novela que inspira estas líneas. Esta forma literaria, que abreva del drama, y el horror más puro, cobró gran popularidad después de la Segunda Guerra Mundial como una forma de cristalizar los miedos del hombre de la época.  Pero quien se ha beneficiado mayormente es el séptimo arte. Desde maravillosas películas setenteras como Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1973) hasta impresionantes pirotecnias contemporáneas como 2012 (Roland Emmerich, 2009), el fin de la civilización ha exaltado la imaginación de escritores y cineastas y ha servido como una forma de sacudir nuestra conciencia sobre la manera en que tratamos a nuestro planeta.

Escribo esto por la llegada de otro Día del Padre, celebración inminentemente comercial que tradicionalmente se relega a una posición secundaria –recuerden lo que sucede cada 10 de mayo- , y  porque inevitablemente me remite a la película El último camino (John Hillcoat, 2009), basada en la laureada novela La carretera (The road, Mondadori, 2011) de Cormac McCarthy. El eficiente guión de Joe Penhall narra la historia de un hombre ordinario (Viggo Mortensen) y su hijo (Kodi Smith-McPhee), quienes viven un drama de supervivencia en un planeta Tierra devastado, donde las condiciones de vida han llevado a todas las especies animales a la extinción, a las vegetales al borde de la misma y los pocos sobrevivientes humanos están en una continua búsqueda de alimento, la cual lleva a la mayoría al canibalismo. La supremacía del más apto, anunciaba Charles Darwin. El resignado padre lucha no sólo por su vida, sino por mantener a su vástago alejado de estos horrores (“nosotros nunca nos comeremos a alguien”). La cinta, al igual que el libro, no pierde tiempo en profundizar en las causas que condujeron al mundo a la tragedia –no sabemos si fue por una guerra mundial, el calentamiento global o un virus asesino-, lo que le importa son las consecuencias. La trama está plagada de flashbacks donde el hombre recuerda su vida pasada al lado de su esposa (la sudafricana Charlize Theron), quien no resiste la inminente tormenta. A lo largo de su desventura, nuestro héroe contempla el suicidio en más de una ocasión, pero el instinto de conservación se impone junto con la necesidad de preparar a su hijo para seguir adelante cuando ya no se encuentre en este mundo, angustia inherente de todo buen padre. La desgracia despierta lo mejor de la naturaleza humana –recordemos los sismos de 1985-, pero también lo más vil –rapiña, robos, instintos violentos- y los protagonistas lo descubren en carne propia. También encuentran placer en las cosas pequeñas, como el hallazgo de una simple lata de refresco. Destaca la modesta producción de la película –que no precisa de efectos por computadora-, apoyada de una eficaz fotografía de Javier Aguirresarobe, cuya paleta está dominada por tonos grises, y las breves apariciones de Robert Duvall y Guy Pearce. El desenlace, pese a una nota esperanzadora a través de la limpia mirada de un perro, anuncia la fatalidad a la que nos dirigimos. Una película depresiva, cierto, pero inquietantemente relevante.
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*Texto originalmente publicado en la web de Mórbido.

Una muy breve reflexión sobre el Día del Padre

En prácticamente todos los países del mundo, siempre con un carácter secundario e inminentemente comercial, se celebra el Día del Padre el tercer domingo del mes de junio. Culturalmente, no suele rendirse a éstos la misma veneración que a la figura materna. Los restaurantes no están llenos al tope de su capacidad, al igual que los centros comerciales. Tampoco se registra la misma venta de arreglos florales ni de tarjetas de felicitación. El lazo con nuestras progenitoras suele ser –en el mayor de los casos- más estrecho, pero creo que es justo que le rindamos a la otra parte de la ecuación el reconocimiento que se merece. Si bien en la ficción podemos recordar madres notables, como la célebre Sra. Bates de Psicosis, recordemos a padres dignos de mención. Comencemos por el filósofo natural Víctor Frankenstein, que fue incapaz de lidiar con las consecuencias de sus anhelos creadores. “¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado?”, dijo el progenitor novicio al contemplar a su engendro. La novela que Mary Shelley escribió en 1818 es, en esencia, un relato de paternidad responsable. La metáfora que propone se mantiene vigente para estudiar las consecuencias nefastas de nuestra soberbia e inmadurez, desde los estragos que hemos propiciado en nuestro medio ambiente hasta el terrorismo mundial. ¿Qué fue Osama Bin Laden sino una criatura de Frankenstein que salió del control de su creador, el Gobierno de los Estados Unidos? Siempre me hace recordar al androide Roy Batty (Rutger Hauer) y su “amoroso” reencuentro con su “padre” Eldon Tyrell (Joe Turkel) en la joya que Ridley Scott dirigió en 1982, Blade Runner. Pero no nos desviemos. Sobre la paternidad, ejemplos abundan. Muchos monstruos clásicos le entraron al juego (La hija de Drácula, El hijo de Frankentein, El hijo de la mosca, El hijo de Kong, El hijo de Godzilla), al igual que otros más recientes, del ogro Shrek a Hellboy. Hasta el Hombre Araña y Supermán se suman a ese selecto club. Pero el más memorable de los papás siempre será Anakin Skywalker, mejor conocido como Darth Vader. La revelación que hace a su mutilado hijo Luke (Mark Hamill) en El Imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) es uno de los momentos más recordados de la cinematografía occidental. “Luke, yo soy tu padre”. Una tragedia griega en toda la extensión. 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Hugo Gutiérrez Vega y el triunfo de todos.

El martes pasado, Hugo Gutiérrez Vega (Guadalajara, 1934 ), brillante poeta y ensayista mexicano, ingresó como Miembro de Número a la Academia Mexicana de la Lengua. Ocupa la silla XXXVII, que pertenecía a otro grande, Don Alí Chumacero. La labor de Gutiérrez Vega, aparentemente alejada de los temas de este blog, tiene una gran cercanía con ellos. Entre sus incontables méritos intelectuales, fue un devoto e incansable colaborador del Teatro Gótico de Eduardo Ruiz Saviñón, con quien tiene una gran amistad. Lo vi hace años en la Casa del Lago Juan José Arreola de la UNAM actuando en una adaptación de Los perros de Tíndalos de Howard Phillips Lovecraft
Del muro de Facebook de Eduardo, tomo una fotografía donde aparecen ambos, acompañados de otro grande, Juan López Moctezuma. Hace unos años, Don Hugo dedicó unas amables palabras, en La Jornada Semanal, a mi obra de teatro El hombre que fue Drácula. Dio su autorización para que fueran incluidas en la segunda edición del texto, publicado por Libros de Godot. Las reproduzco como un homenaje a su genio. Porque el más reciente logro -su ingreso a la Academia- es más que merecido. Todos los que lo admiramos estamos de fiesta. 
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IRVING, STOKER Y DRÁCULA
Hugo Gutiérrez Vega


Sir Henry Irving fue el patriarca de una familia teatral. Se llamaba John Brodribb y, por sus indiscutibles meritos, se le permitió usar el nombre de Henry I. En 1895 fue nombrado caballero del Imperio Británico (fue el primero de la profesión cómica que recibió tamaña distinción) y recibió doctorados Honoris causa por las universidades de Dublin, Cambridge y Glasgow. En su tiempo se le comparaba con Mounet-Sully, el gran actor francés, y sus composiciones de personajes hacían que algunos críticos recordarán a Kean y a Garrick, los geniales actores británicos. 
Sir Henry pertenece a esa raza de hombres de teatro en el sentido más estricto del término. Siguieron su camino, algunos años más tarde, sus hijos y nietos, así como actores como Richardson, Guiness, Olivier, Gielgud, O' Toole, Burton, Finney y Bates entre otros maestros de la escena londinense. La vida de Sir Henry estuvo ligada al hermoso Lyceum, teatro que pereció en un incendio horriblemente real. Ahí representó sus personajes shakesperianos, el Jingle en la adaptación teatral del Pickwick, de Dickens, el protagonista de esa curiosidad que es Una historia de Waterloo , la única pieza teatral de Sir Arthur Conan Doyle, así como varias obras de Sardou, de Merivale y la adaptación de Wills al Fausto de Goethe. 
Pienso que estos datos no son ociosos y, en cambio, son necesarios para ubicar el hermoso texto de Roberto Coria, editado por Vicente Quirarte y llevado a escena por Eduardo Ruiz Saviñón con el título de El hombre que fue Drácula . Y así lo pienso por la sencilla razón de que esta pieza contiene una serie de profundas reflexiones sobre la profesión teatral y sobre el cotidiano milagro artístico de cada puesta en escena. 
Coria imagina a Bram Stoker, el genio irlandés, autor de Drácula trabajando para Sir Henry Irving en el Lyceum. Desde que se abre el telón, el director reúne en su personaje colgado en lo más alto del escenario del Ruiz de Alarcón, a Sir Henry con Drácula y, ya en el suelo del escenario, con Ricardo III y su monólogo que, en la traducción de Coria, nos habla del “invierno de nuestro infortunio”.  
Bram Stoker, su Drácula-Henry I, Ellen Terry, Florence, esposa de Bram, Sir Arthur Conan Doyle y Armenius Vámbery, también Van Helsing, son los personajes de esta historia de vampiros y de grandes divos que tienen, en su ánimo, muchos aspectos vampíricos. 
La dirección de Eduardo Ruiz Saviñón es exacta y llena de matices que dan variedad a una temática que va desde la idea del teatro sobre el teatro hasta los mundos especiales de lo gótico. 
Nicolás Núñez es un Henry I insuflado y prepotente y un Drácula emboscado en un Ricardo III contrahecho, malvado y lamentable. Nicolás nos descubre todos los matices y contradicciones de su personaje y profundiza en el alma de un actor que dedicó su vida entera a los escenarios. Eduardo Von es un Stoker decidido a cumplir su vocación literaria, tímido, pero seguro de la futura grandeza de su obra. Elena de Haro brilla, en compañía de un disciplinado perro lanudo, en el papel de la gran diva de la escena londinense, Ellen Terry; Priscila Pomeroy nos sorprende con su buena personificación de Florence y de Lucy Westenra; Guillermo Henry es un Conan Doyle con abrigo de Holmes y Antonio Monroi hace un Van Helsing afiebrado y persistente. Notables son la escenografía y la iluminación de Sergio Villegas. Todos ellos actualizan el texto de Coria y aportan una nueva muestra al Teatro Gótico mexicano que los vampiros honorarios Saviñón-Quirarte han venido plasmando en los últimos años de nuestro panorama teatral.
Henry I-Drácula, su empleado y víctima Bram Stoker y el eterno Conde descrito por Van Helsing, el perseguidor de vampiros, son el marco en el que se mueve una serie de observaciones sobre la esencia del teatro. No en balde Quirarte nos dice que esta obra es “un homenaje al teatro y al actor”. Henry I-Drácula-Ricardo III penden de una cuerda en lo alto del escenario y, por arte de magia teatral, caen al suelo y son, al mismo tiempo, vampiro, lobo, conjunto de ratas, pero, sobre todo, seres que se mueven en un constante “invierno de nuestro infortunio” y en la magia total de la puesta en escena.

viernes, 29 de junio de 2012

Feliz cumpleaños, Nosferatu.

Según el IMDB, el 4 de marzo de este año cumplió 90 años de vida Nosferatu de Friedrich Wilhelm Murnau, joya del expresionismo alemán, una obra maestra. He aquí el cartel que la Comic Con de San Diego le dedica...

martes, 15 de mayo de 2012

Lección de vida


Para Ana Luisa, por existir.


Hablar de Rocky Balboa, el personaje creado y encarnado en seis ocasiones por el actor estadounidense Sylvester Stallone, podría parecer poco apropiado dados los temas de este blog. No obstante, es tremendamente relevante para mí no sólo porque hace algunos días me reencontré con su última aventura (escrita y dirigida por el propio Stallone en 2006) sino por el momento de mi vida que atravieso. Rocky está arraigado en la mente y corazón de generaciones completas de cinéfilos y ha trascendido al imaginario colectivo de la cultura occidental. Lo reconocen y vitorean incluso espectadores jóvenes que no lo conocieron en su momento más brillante. Su galardonado tema musical, escrito por Bill Conti, acompaña muchas celebraciones. Subir las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia es un ritual obligado para todo visitante de la ciudad, pues la figura del púgil está indeleblemente ligada a ella.
Publiqué en este espacio, para mis más cercanos pero sobre todo para mí, que el 23 de abril de 2010 me diagnosticaron Esclerosis Múltiple. Lo que ha pasado desde entonces es toda una aventura, con “días buenos y días malos”, como me advirtieron mis médicos. Tratamiento (una inyección diaria de Copaxone), Acupuntura, ejercicio físico, estudios semestrales de laboratorio (la Resonancia Magnética de cráneo siempre me recuerda "El entierro prematuro" de Poe) y mucho entusiasmo (personal y de mis seres amados) mantienen a raya al monstruo.
Como muchas personas discriminan a los que sufren mi mal, algunos críticos desprecian a Rocky. Mayormente porque se convirtió en una saga dispareja. No puedo culparlos, porque es cierto: sus secuelas son previsibles, reiterativas –por momentos absurdas-, que canibalizan muchos de los momentos establecidos desde su primera entrega. Pero esto no minimiza la fascinación que genera entre sus devotos. Su aventura final es la más sincera de todas. Es de hecho una autobiografía: Stallone se desnuda en un guión sencillo que expone todas las angustias y frustraciones que le generan no saberse ya en el centro de los reflectores. Su barrio está tan maltrecho como su estima. Al igual que su personaje, es un hombre que vive de las glorias pasadas, con una bestia aprisionada en su interior que lucha desesperadamente por salir. Al final lo consigue. “Un peleador pelea”, resuelve. A esta determinación, contra todo pronóstico entusiasta, siguen ritos de paso: la conferencia de prensa, el entrenamiento y el dramático combate. Ahora se da el tiempo de adoptar a un perro, Punchy, símbolo de sus posibilidades de superación. Esta vez Rocky no venció físicamente. Abandonó el cuadrilátero con una victoria personal (“la bestia se ha ido”), la más importante, por eso no necesitaba escuchar el resultado. Sus laureles fueron la estruendosa ovación de su público, el mejor reconocimiento para ambos, Stallone y su alter ego.
Hoy que es Día del Maestro, Rocky sigue brindándome una lección de vida. “No importa cuán fuerte te golpee la vida, sino cómo te pones de pie y sigues adelante”. Nunca me he apenado de mi condición, ni me  he querido beneficiar de ella. Simplemente tenía estas líneas encerradas en mi pecho. Ahora están fuera. 

viernes, 4 de mayo de 2012

¡Orgullo!


Amores que matan


Hagamos una pequeña pausa para hablar del mayor de todos los horrores, el de la vida real. “Sin duda, una de las parejas más insólitas de la historia del crimen ha sido la formada  por ese latin lover de origen español y aquella obesa mujer, que se convertiría en su activa amante y cómplice en una larga serie de asesinatos y chantajes, estafando a viudas y otras mujeres solitarias, como la propia Martha Beck, quien pasó de víctima social y madre abnegada a sádico verdugo femenino”, nos recuerda Rafael Aviña en su ya inconseguible libro Asesinos seriales, de la nota roja a la pantalla grade (Times editores, 1996). Cuando el autor habla de “ese latin lover” se refiere a Raymond Martínez Fernández, media naranja de Martha. Ambos lograron notoriedad gracias a sus infames acciones. Y parte de esta trascendencia la consiguieron con ayuda del séptimo arte.
Pensé en ellos ayer que me topé en la televisión con Amores asesinos (Lonely hearts, Todd Robinson, 2006), una cinta sencilla y sin pretensiones que tiene la emotividad de ser escrita y dirigida por el nieto del hombre que capturó a la pareja. Incluso la dedica a la memoria de su padre Edward Robbison (Dan Byrd), quien aparece siendo un niño en la historia. En un largo flashback que inicia en la Prisión de Sing Sing el 8 de marzo de 1951, fecha en que ambos criminales fueron ejecutados en la silla eléctrica, la voz en off del detective Charles Hilderbrandt (James Gandolfini) nos narra los eventos que les condujeron a ese momento. Su compañero, el condecorado detective Elmer Robinson (John Travolta), sufre el suicidio de su esposa y se embarca –en parte para exorcizar demonios personales-  en la cacería de un estafador llamado Raymond Fernández (Jared Leto) y su compañera sentimental Martha Beck (Salma Hayek), ambos convertidos eventualmente en asesinos.
La idea de Robinson no era nueva. Ya Leonard Kastle llevó al cine las terribles aventuras de la pareja en 1970 en Amantes sanguinarios (The Honeymoon Killers), una cinta con “un reparto de actores desconocidos, un presupuesto ínfimo, un enfoque realista, casi documental, con locaciones en varios de los sitios originales y una escueta fotografía en blanco y negro” –continúa Aviña- factores que la convirtieron en un clásico instantáneo del cine de serie B. Francois Truffaut la consideraba su película estadounidense favorita. No se si la versión del 2006 le hubiera encantado. Primeramente porque la imagen repelente de la Martha Beck original fue sustituida por la deseable figura de la Hayek, enfundada en vestidos ajustados como las femmes fatales de los cuarentas, todo en aras de comercializar con los atributos de la actriz y su propia vanidad. Me hubiera encantado verla transformada físicamente como lo hizo la sudafricana Charlize Theron en Monster (Patty Jenkins, 2006). Pero ella hace algunas preguntas inquietantes a su antagonista: “¿Alguna vez alguien lo ha amado tanto, detective, y ha sido capaz de matar o morir por usted?”.
Luego que Robinson y su equipo finalmente atraparan a los malvados, éste busca pistas entre sus pertenencias. En ese momento repara en un triciclo que se encuentra a unos metros; luego en su caja, que se encuentra entre los objetos empacados por la pareja para su escapatoria. El detective la abre y se encuentra con su terrible contenido, que el espectador nunca ve pero adivina, lo que le arranca un genuino lamento y lo obliga a apartarse un instante, para caer de rodillas en el campo. Esto le permitió posteriormente arrancar a Beck una confesión, con argumentos demoledores: “mi vida es una interminable cloaca de personas como usted. En algunos años olvidaré su nombre. Sólo será un caso cerrado y archivado. Ahora tiene la oportunidad de hacer algo bueno. No es mucho pedir considerado lo que ha hecho. Será lo último que hará en su triste y patética vida”.

Me emociona saber que esta entrada la leerá el visitante número 100,000 de este blog. Agradezco a todos el tiempo que me han regalado y sus valiosas aportaciones. Nos veremos en unos días, pues hay horror para rato. 

viernes, 20 de abril de 2012

Hundimiento y resurrección de Bram Stoker

Hoy se cumplen 100 años de la entrada a la inmortalidad de Bram Stoker. Entre muchas ficciones interesantes, ensayos de interpretación histórica, su labor en la escena teatral de su tiempo, brilla su obra más reconocida, Drácula (1897), novela a la que debo mucho y que forma ya parte de los clásicos de la literatura universal. La Revista de la Universidad de México, dignamente encabezada por Ignacio Solares, dedica una parte de su número 98 -el de abril de este año- al autor irlandés. La publicación me ofreció el honor de ser parte de este homenaje con un par de escenas de El hombre que fue Drácula, al lado de mi amigo y mentor Vicente Quirarte, quien me dio el permiso para reproducir su tributo a uno de tantos escritores cuya admiración nos hermana. Que lo disfruten.
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Hundimiento y resurrección de Bram Stoker

Vicente Quirarte

  

…el ingenioso Bram Stoker, quien creó varias impactantes concepciones horroríficas en una serie de novelas cuya pobre técnica tristemente disminuye su efecto real. La madriguera del gusano blanco, sobre una gigantesca entidad primitiva que acecha en la cripta de un viejo castillo,  arruina una magnífica idea debido a un desarrollo casi infantil. La joya de las siete estrellas, que trata acerca de una extraña resurrección egipcia, está escrita con mejor estilo. Pero la mejor de todas es Drácula, que se ha convertido casi en modelo de explotación moderna del temible mito del vampiro. El Conde Drácula, un vampiro, acecha en un horrible castillo de los Cárpatos, pero finalmente emigra a Inglaterra con la intención de poblar el país de otros vampiros. La manera en que un caballero inglés se enfrenta al horror de Drácula, y cómo el mortal plan de dominación es finalmente derrotado, son elementos que se unen para formar una historia que actualmente tiene un lugar justamente ganado en las letras inglesas.
Howard Phillips Lovecraft

Casi la medianoche del domingo 14 de abril de 1912 en el Océano Atlántico. Sobre un mar de  tranquilidad inverosímil, la criatura movible más grande creada por el hombre impactó lateralmente contra un témpano. En diez segundos, ese otro gigante que había tardado siglos para formarse y tres meses en llegar desde Groenlandia a la inesperada cita, hirió de muerte al Titanic. Su rápido, majestuoso y trágico hundimiento en que se pusieron a prueba virtudes y defectos de la especie humana, daba comienzo a una suma de historias que este 2012 alcanzan un siglo de existencia.
Al igual que otros lectores conmocionados por el hecho, Florence Balcombe entró a la habitación de enfermo de su esposo, Bram Stoker, para comunicarle la noticia que habría de ocupar las páginas de los periódicos de un mundo que reducía sus distancias gracias al cable trasatlántico. Los diarios mexicanos, que dedicaban sus titulares a los encarnizados combates entre zapatistas y tropas federales, recibieron la noticia a las 7:15 de la noche del 15 de abril. En su edición del día siguiente, El Imparcial publica en la parte inferior izquierda: “Una inmensa catástrofe marítima llena de luto al mundo entero”. Y el 17, a ocho columnas: “El naufragio del Titanic es el más espantoso que registra la Historia”.
El 20 de abril, una semana después del hundimiento, Bram Stoker se sumergía en otra forma del sueño. El certificado médico proporcionaba tres causas de muerte: “Ataxia locomotora de seis meses, riñón contraído. Fatiga”. Otras versiones dicen que de sífilis terciaria. Si así hubiera sido, la naturaleza hubiera imitado nuevamente al arte. Los enfermos de ese mal veían sus dientes adelgazarse, particularmente los caninos, razón por la cual Stoker hubiera tenido un aspecto físico semejante al monstruo que le concedió, como al Titanic, una forma de inmortalidad.
Así como el discípulo supera y a veces termina por borrar al maestro, las grandes creaciones adquieren vida más autónoma y perdurable que la de su creador. Sucede con Don Quijote, Moby Dick o Frankenstein, y así ocurre en el caso del irlandés Bram Stoker. Autor de casi 16 libros de ficción, biografía, estudios folklóricos e interpretación histórica, la posteridad lo conoce como el autor de Drácula, aunque en el instante de su muerte no lo señalaron así los obituarios. La mayor parte de ellos ensalzaba el noble trabajo llevado a cabo por el ejemplar gerente del Lyceum en beneficio del teatro. El Times trazó una ligera pincelada del Stoker más familiar para sus futuros lectores al subrayar que era “el maestro de una particularmente fantástica y aterradora forma de ficción”.
Del mismo modo en que su contemporáneo Arthur Conan Doyle debe su prestigio a las aventuras de Sherlock Holmes y no a las obras históricas por las cuales quería pasar a la posteridad, la fama de Stoker proviene de haber sido el hombre que escribió Drácula, expresión formulada por uno de sus primeros biógrafos.[1] Desde su publicación en 1897, la novela nunca ha dejado de estar en circulación y se suceden nuevas ediciones. Sin embargo, sólo hasta 1983 abandonaría el terreno marginal de la literatura sensacionalista para ingresar en los clásicos de la Universidad de Oxford.
Abraham Stoker, tercer hijo de una familia de siete hermanos, nació el 8 de noviembre de 1847 en Clontarf, población costera cinco kilómetros al norte de Dublín, y donde el rey Brian Boru se enfrentó y venció a los invasores daneses en 1014. La familia se había trasladado allí para huir de las emanaciones malsanas de la capital irlandesa. De su padre Abraham, servidor público en el castillo de Dublín, el niño Stoker heredaría la mística por el trabajo administrativo y el amor al teatro. De su madre, Charlotte, la tenacidad y la pasión por las tradiciones irlandesas: además de criar una numerosa familia de siete hijos, se dio tiempo para realizar una labor social impresionante: apoyó escuelas para sordomudos, bajo el argumento de que las había en otros países europeos; defendió a las mujeres trabajadoras y el derecho que tenían a ser capacitadas.       
El año de la llegada de Bram al mundo fue en muchos sentidos dramático. Una serie de misteriosas fiebres atacaron a la niñez, y nuestro futuro autor fue uno de los más afectados. Hasta los siete años, permaneció la mayor parte del tiempo en cama, mirando a través de la ventana el mar y los navíos que habrían de desempeñar un papel fundamental en su obra. Por otro lado, escuchaba constantemente hablar sobre dos enemigos que se cernían sobre su país: el cólera y el hambre. El futuro autor de Drácula  nació en medio de una crisis agrícola sin precedentes, circunstancia que llevó a numerosos irlandeses a buscar fortuna en América. Varios de esos emigrantes formarían el Batallón de San Patricio, que combatió y murió del lado mexicano en la guerra contra Estados Unidos, de 1846 a 1847, año este último del nacimiento de Bram.
Sus largas permanencias en cama eran compensadas por leyendas y sucesos reales contados por su madre. Charlotte tenía 14 años cuando atestiguó la epidemia de cólera que diezmó a la población del Oeste de Irlanda. Tales experiencias, que Bram solicitó a su madre por escrito, fueron el germen de su historia “The Invisible Giant” y posteriormente de algunas de las páginas más dramáticas de Drácula.  Las vivencias del cólera deben haber impresionado al niño y después al adulto, que indirectamente las trasladó a su novela mayor. La angustia de la población por vencer a la plaga recuerda la de los personajes de Stoker para enfrentarse al mal inoculado por el vampiro.
La llegada del cólera como una enfermedad letal e imprevisible, el temor anyte ante ese mal que hizo retroceder a la orgullosa Europa en proceso de industrialización a las tinieblas de la Edad Media, traen a la mente la llegada del Demeter, sobre todo en los Nosferatu de  Murnau y Werner Herzog, cuando el velero –siniestramente silencioso en ambas películas- llega a Occidente con su  carga de muerte para fecundar a los fantasmas tangibles del horror:

En los días de mi temprana juventud, el mundo se vio seriamente conmovido ante el terror de una nueva y terrible plaga, la cual iba sembrando desolación en todos aquellos lugares por los que pasaba. Mostraba tal regularidad en sus avances, que la gente podía muy bien decir dónde iba a aparecer luego y hasta casi el día en que era de esperársele…Contribuían a acentuar sus horrores lo extraño y misterioso de su contacto, así como el anhelo del hombre de contar con la experiencia o el conocimiento acerca de su naturaleza, cuando no la mejor forma de resistir sus ataques.

De tal manera, los primeros años de Bram estuvieron marcados por fantasmas  y supersticiones. Pero también por el pasado heroico de la historia irlandesa, en el cual siempre creyó y cuya huella es perceptible en varios de los libros por él escritos. Como si su naturaleza se rebelara contra la debilidad de los primeros años, el Bram que entra en la pubertad alcanza un desarrollo físico impresionante. Ingresa a Trinity College, donde también habrá de estudiar Oscar Wilde, participa en actividades estudiantiles, es un magnífico nadador, un gran caminante, jugador de rugby, y obtiene medallas en historia y composición. Así se describe en su juventud: “Mido seis pies y dos pulgadas…soy feo pero fuerte y determinado y tengo una gran protuberancia encima de las cejas. Tengo una mandíbula sólida, boca grande y labios gruesos, nariz sensitiva y pelo fuerte”.
Comienza a cortejar a Florence Balcombe, considerada por muchos “la mujer más hermosa de su tiempo”. Wilde fue uno de sus pretendientes. Florence eligió finalmente a Bram, por considerar que su talento literario lo llevaría más lejos. La amistad entre Wilde y Stoker fue intensa y duradera. De acuerdo con un testimonio, el primero recibió su visita y su ayuda económica cuando vivía, olvidado de todos y bajo  un nombre falso -Melmoth- en el ajado Hotel Alsace de París, donde moriría en 1900. Casi al mismo tiempo que su relación con Florence, Stoker conoció a otra de las figuras capitales de su vida. Admirador permanente del teatro, comenzó a escribir reseñas. Una de las más entusiastas fue la dedicada al actor Henry Irving (1838-1905), quien quedó gratamente impresionado y quiso conocer al joven. El primer encuentro tuvo lugar en el Hotel Shelbourne de Dublín. Sin saberlo entonces el crítico, daba inicio una vampirización que duraría hasta la muerte del actor. Irving era un hombre de personalidad arrolladora, y su intención era lograr que el teatro fuera tan importante y respetable como el Derecho o la Medicina. Para lograrlo necesitaba a una persona joven, emprendedora y organizada, que pudiera llevar sus asuntos. El candidato ideal era Stoker. Al igual que el futuro Drácula encuentra en Jonathan Harker el vehículo para apoderarse del escenario llamado Inglaterra,  el actor reconoció en el joven a quien podía acompañarlo en su aventura: tener su propio teatro. Stoker fue administrador del célebre Lyceum, secretario fiel, confidente. Había ocasiones en que contestaba hasta cincuenta cartas diarias a los admiradores del maestro. Otra semejanza con la futura ficción: el vampiro ordenará a Harker el contenido de las cartas que debe mandar a sus destinatarios. Escribe no lo que quiere sino aquello a lo que se ve obligado. Es entonces cuando el segundo hace uno de sus descubrimientos más aterradores: el castillo de Drácula es una prisión y Harker es su prisionero.
La anterior es una entre muchas analogías. Florence y Bram contraen finalmente matrimonio. Al anunciar su deseo de ir en viaje de bodas, el todopoderoso se niega. La escena de la vida real evoca otra de Drácula: cuando las tres mujeres que junto con el vampiro habitan el castillo atacan a Harker, aquél las aleja con el grito, revelador y multívoco: “Este hombre me pertenece.”
Una de las representaciones más exitosas de Irving fue la que hizo de Mefistófeles en Fausto de Goethe. Tenía más de 250 actores en escena, efectos especiales y decorados bajo la supervisión personal de Stoker. Lo anterior, aunado al hecho de que el actor principal utilizara un traje rojo para su personaje, hicieron de la obra uno de los grandes acontecimientos del escenario inglés. De las fotografías de semejante representación, se conserva una de Irving en la cual tiene un extraordinario parecido con Bela Lugosi, el actor húngaro que, 19 años tras la muerte de Stoker, y con la supervisión personal de su viuda, habría de personificar a Drácula, primero en la obra teatral y luego en la más conocida versión fílmica dirigida por Tod Browning.
En 1887, Stoker acompaña a Irving en una exitosa gira por Estados Unidos. Al año siguiente, mientras en Londres tienen lugar las actuaciones del asesino de mujeres que firmaba Jack el Destripador, Irving estrena Macbeth, una de sus actuaciones memorables. El papel de Lady Macbeth será desempeñado por Ellen Terry, otra de las grandes figuras del escenario inglés.
Luego de la función, Irving continuaba siendo la figura central: en la parte posterior del teatro Lyceum estaba el Beefsteak Room, donde era obligatorio, para todo caballero que se preciara de serlo, haber estado alguna vez. Fue allí, de acuerdo con la leyenda, donde el profesor Arminius Vambery, de la Universidad de Budapest, reveló a Stoker algunos de los misterios de los vampiros que desde tiempos ancestrales existían en su natal Transilvania, que nuestro autor habría de transformar en emblema de la geografía literaria. Etimológicamente, la palabra significa “tras la selva”. Stoker nunca estuvo allí, pero su capacidad de soñador y de investigador lo llevó a conocer Transilvania con profundidad, sobre todo tras la lectura atenta del libro The Land Beyond the Forest de Emily Gerard. Todo parecía conducir a la novela que pensaba escribir sobre un vampiro, y que inicialmente llevaba el título The Un-Dead. (El No Muerto). Por fortuna, en el último momento su autor tuvo la lucidez para cambiarlo al siniestro y breve nombre propio Drácula, como habría de aparecer en 1897. 
Irving muere en 1905, tras una representación –al igual que Molière- colmado de gloria, pero arruinado económicamente.  Stoker lo veló con una lealtad sólo semejante a la del perro Fussie, el ser que gozaba de los mayores cuidados del gran solitario que fue Irving. Sus restos fueron depositados en la Abadía de Westminster,  espacio que el imperio destina a sus poetas, sus monarcas y sus guerreros. Stoker le sobrevive hasta 1912. Sus últimos años fueron difíciles. Su salud física y económica eran precarias y su temperamento se volvió más melancólico. Después de Drácula escribió otros diez libros. Uno de los más notables, por lo que dice lateralmente sobre su vida y su amo, fue Personal Reminiscences of Henry Irving.
En su libro sobre la vida Bram Stoker, el más actualizado y completo que existe, Barbara Belford[2] propone una lectura psicológica de la novela y la manera cómo el autor proyecta sus obsesiones y personajes. Desde su punto de vista, existen las siguientes correspondencias entre la ficción y la realidad: Drácula sería una representación del omipotente Henry Irving;  Van Helsing, que lleva el mismo nombre del padre de Bram, la figura protectora, sabia y generosa; Lucy Westenra, la belleza y la superficialidad de su esposa, Florence Balcombe; Jonathan Harker, el propio Stoker; Mina Harker, autónoma, pensante, una imagen de Charlotte, madre de Stoker.
Así como Drácula es el arquetipo del vampiro como príncipe de las tinieblas, Van Helsing, su Némesis, su antagonista, reúne las características completas del cazador de vampiros: sus armas no serán exclusivamente la estaca de madera y el martillo, herramientas tan ampliamente difundidas por el cine, sino una cultura amplia y profunda que le permita delimitar los alcances del vampiro y los modos de combatirlo. Doctor en numerosas disciplinas, con Van Helsing surge la figura del detective psíquico, oficio que habrá de lleva a su forma más completa Algernon Blackwood en su personaje John Silence, investigador de lo oculto.[3] El capítulo 18 de Drácula es uno de los más importantes porque en él Van Helsing revela a sus compañeros qué y quién es el enemigo contra el cual deben oponer sus respectivas armas. Como gran orquestador de la aventura, Van Helsing intuye que la debilidad del vampiro se halla en su soledad, así como su fuerza reside en que nadie cree en él.
Tanto los lectores contemporáneos como los posteriores han censurado a Stoker el excesivo sentimentalismo, las lágrimas y ayes que abundan en el libro. Cierto. El autor debía ser concesivo con el gusto de su tiempo. La reina Victoria llegó al trono cuando aún no cumplía los 20 años, y su gobierno se caracterizó por la entrega, la prudencia y la fuerza que utilizó con los suyos. Eran tiempos contradictorios, de esplendor y miseria, de nobleza e hipocresía. Los victorianos creían en los beneficios de la revolución industrial y los logros de la ciencia y la técnica, pero también, ante el ocaso de la religión, fueron devotos de lo oculto. En 1888, un rosacruz masón llamado William Wyne Wescott fundó la Sociedad Secreta The Golden Dawn, a la que no perteneció formalmente Stoker, aunque estaba al tanto de sus trabajos. Sí lo hicieron, en cambio, Constance Wilde, William Butler Yeats y Arthur Conan Doyle.  
Uno de los instantes más altos en la confrontación de los humanos con el vampiro -el otro, el ajeno, el exiliado- es que sólo la fraternidad y la unión son capaces de vencer al demonio. Sólo el amor vence al mal y sólo mediante él será posible “cruzar las aguas amargas antes de llegar a las dulces”. Para tal objeto, continúa Van Helsing, es preciso ser “valientes de corazón y despojarse de egoísmo”, porque la egolatría es el arma suprema y la perdición del vampiro. Lo anterior permite comprender que de la condición de amenazador pasa a la de amenazado. Van Helsing y sus aliados vencen al vampiro y demuestran, en la novela de Stoker, que el vampiro puede ser destruido. Lo vence, finalmente, el poder de las letras. Lo vence la mano de Mina Harker, que mediante la taquigrafía y la máquina de escribir –nuevas armas del imperio- reúne las piezas sueltas del discurso alucinante donde se arma la anatomía del vampiro. La mano femenina y frágil halla su brazo armado en Jonathan Harker, que hunde su cuchillo kukri –usado por el ejército británico en sus guerras colonialistas, inclusive en las Malvinas- en el cuerpo del ofensor de su honra.  
En términos generales, y teóricos, el vampiro es inmortal. Fiel a tal precepto, Stoker escribió una novela que pareciera tener semejante destino. El efecto que produce en sucesivos lectores e intérpretes es tan poderoso como la mirada del vampiro, capaz de dominar a sus víctimas inclusive a la luz del día y cuando yace en su ataúd.
Drácula es una obra para la inquietante lectura y para los eruditos que no dejan de hallar en ella nuevos significados. Una de sus virtudes mayores es que admite la relectura y no obstante el conocimiento del desarrollo y final de la trama, podemos volver a ella con sucesivos y nuevos estremecimientos. El lector que tiene la suerte de aventurarse por primera vez en la novela puede estar seguro de dos cosas: no podrá soltar el libro ni se atreverá a incorporarse de la cama para apagar la luz. El que emprende un nuevo viaje en compañía de Jonathan Harker, dotado de un arsenal intertextual y proveído de diversos códigos culturales, no se sentirá defraudado. Drácula fue escrita por Bram Stoker en un instante cuando el contenido latente era más poderoso que el contenido manifiesto. Sus enigmas son los de siempre: la muerte y las formas de retardarla. O de vencerla.
Afirma José Emilio Pacheco que todos conocemos la historia del Titanic pero todos queremos que nos la vuelvan a contar. De igual manera, podemos enumerar, aun sin haber leído la novela, las características generales de Drácula. De cada nueva historia o película de vampiros exigimos que nos cause un estremecimiento inédito o descubra un rincón desconocido de nuestros miedos. El Titanic no termina de hundirse, aunque se encuentre sumergido en las profundidades del Atlántico. Bram Stoker, al igual que su vampiro, no acaba de morir.
 




[1] Daniel Farson. The Man who wrote Dracula: A Biography of Bram Stoker. London, Michael Joseph, 1975.
[2] Belford, Barbara. Bram Stoker. A Biography of the Author of Dracula. New York, Alfred A. Knopf, 1996. A la misma autora se debe una biografía sobre Oscar Wilde. 
[3] Algernon Blackwood. John Silence, investigador de lo oculto. Traducción de Francisco Torres Oliver, Santiago García y Javier Sánchez García-Gutiérrez. Madrid, Valdemar, 2002. Para una evolución de la figura del cazador de vampiros, puede verse el libro de Peter Haining The Vampire Hunter´s Casebook. London, Warner Books, 1996.