domingo, 9 de mayo de 2010

El mejor amigo de un niño es su madre

La voz de su madre era falsamente suave; Norman no se dejó engañar. Tenía cuarenta años y le llamaba «muchacho»; y además le trataba como a tal y eso empeoraba las cosas. ¡Si al menos no tuviera que escucharla! Pero tenía que hacerlo, sabía que no podía rebelarse, que siempre tendría que escucharla.
-¿Sí, muchacho? -repitió aún con mayor dulzura-. Te enfermo, ¿eh? No, muchacho, no soy yo quien te enferma, sino tú mismo. Y ése es el verdadero motivo de que estés aún aquí, junto a una carretera secundaria. Nunca tuviste valor, ¿eh, muchacho? Nunca tuviste el valor de marchar de casa, de buscarte un trabajo o alistarte en el ejército o echarte novia...
-¡No me hubieses dejado!
-Eso es, Norman. No te hubiese dejado. Pero si tú hubieras sido un hombre de verdad, habrías hecho tu voluntad.
Norman quería gritarle que estaba equivocada, pero no pudo, porque las cosas que ella decía eran las mismas que él se había dicho, una y otra vez, en el transcurso de los años. Era cierto. Ella siempre le había dictado lo que tenía que hacer, pero eso no significaba que tuviera siempre que obedecer. Las madres son a veces demasiado dominantes, pero no todos los hijos aceptan ese dominio. Había habido otras viudas, otros hijos únicos, pero entre todos ellos no habían existido semejantes relaciones. En realidad, también él tenía parte de culpa, porque carecía de arrestos.
-Podias haber insistido -decía ella-. Pudiste haber encontrado un nuevo lugar para nosotros y vender el parador. Pero te limitas a gemir. Y yo sé por qué. Nunca has podido engañarme. No lo hiciste porque, en realidad, no querías moverte de aquí. No querías abandonar este lugar, y nunca lo dejarás. No puedes hacerlo, del mismo modo que no puedes crecer.
No podía mirar a su madre, sobre todo cuando decía cosas semejantes. Y tampoco podía mirar a ninguna otra parte. De repente, la lámpara de sobremesa, todos los objetos de la habitación, tan familiares, le fueron odiosos, simplemente debido a su larga familiaridad con ellos. Eran como los muebles de un calabozo. Miró por la ventana, pero no le sirvió de nada, pues afuera sólo había viento, lluvia y oscuridad.
Se aferró al libro e intentó fijar su mirada en él.Tal vez si no le hacía caso y fingía calma...
Pero tampoco le sirvió de nada.
-¡Mírate! decía su madre. (El tambor redoblaba, ¡bum, bum, bum! y los sonidos vibraban al salir de su retorcida boca.)- De sobra sé por qué no te molestaste en encender el neón, y por qué no has abierto la oficina de recepción esta noche. No es que te hayas olvidado de hacerlo. Lo que ocurre es que no deseas que venga nadie, ningún automovilista.
-¡Está bien! -murmuró él-. Admito que odio tener que cuidarme de un parador; que siempre lo he odiado.
-No se trata simplemente de eso, muchacho. -(Ahí estaba otra vez: ¡Muchacho, muchacho, muchacho!, sonando sordamente, como si saliera de la boca de la muerte.)-. Odias a la gente; y la odias porque la temes, ¿no es cierto? Siempre te ha asustado, desde que eras niño. Prefieres acomodarte en un sillón y leer. Ya lo hacías hace treinta años, y lo sigues haciendo. Te escondes bajo las cubiertas de un libro.
-Podría hacer cosas mucho peores. Tú misma me lo has dicho siempre. Al menos, jamás me he metido en ningún lío. ¿No es preferible que eduque mi mente?
-¿Que eduques tu mente? ¡Bah!
Norman sentía su presencia detrás de él, sabía que lo miraba fijamente.
-¿Y a eso llamas educar tu mente? -prosiguió ella-. Es inútil que intentes engañarme. Nunca has podido hacerlo. No es como si leyeras la Biblia. Sé lo que lees. Basura. ¡Algo peor que la basura!
-Es una historia de la civilización de los incas...
-Y apuesto a que está llena de cosas maliciosas acerca de esos sucios salvajes, como aquel libro que tenías sobre los Mares del Sur. Creías que ignoraba la existencia de ese libro, ¿eh? Lo escondías en tu habitación, como los otros, como ocultas todas las porquerías que lees.
-La sicología no es ninguna porquería, madre.
-¡Lo llama sicología! ¡Mucho sabes tú de sicología! Nunca olvidaré aquel día en que me hablaste tan suciamente. ¡Pensar que un hijo puede acercarse a su madre para decirle semejantes cosas!
-Sólo intentaba explicarte algo. Es lo que se llama el complejo de Edipo, y pensé que si tú y yo podíamos hablar sensata y razonablemente de ese problema e intentábamos comprendedo, tal vez las cosas mejoraran.
-¿Mejorar, muchacho? Nada tiene que cambiar ni mejorar. Puedes leer todos los libros que quieras. Seguirás siendo el mismo, a pesar de ello. No necesito escuchar una sarta de obscenas sandeces para saber lo que eres. Incluso un niño de ocho años podría comprenderlo. En realidad, todos tus compañeros de juego lo comprendieron, cuando eras niño. Eras un niño pegado siempre a las faldas de su madre. Lo eras entonces, lo eres ahora y lo serás siempre.
Las palabras de su madre, secas como estampidos, le ensordecían. Se le atragantaron las viles palabras que le subían a la boca, y se dijo que un instante después lloraría. ¡Pensar que su propia madre pudiera estar haciéndole aquello, incluso entonces! Pero podía, y lo haría una y otra vez, a menos que...
-¿A menos qué?
¡Dios santo! ¿Era también capaz de leer sus pensamientos?
-Sé lo que estás pensando, Norman. Te conozco muy bien, muchacho; más de lo que imaginas. Estás pensando que te gustaría matarme, ¿eh? Pero no puedes, porque no tienes arrestos para hacerlo. Soy yo quien tiene la fuerza; siempre he tenido bastante para ambos. Por eso no te desharás nunca de mí, aunque quisieras hacerlo de verdad.

--Fragmento de “Psicosis” (1961) de Robert Bloch.

2 comentarios:

  1. WOW

    el título le va que ni mandado a hacer

    ResponderEliminar
  2. Es bueno, ¿no? La novela no alcanza la dimensión de la película, pero es muy disfrutable. Un beso.

    ResponderEliminar