sábado, 18 de septiembre de 2010

La invasión de los vampiros o disculpe usted, pero sus colmillos están en mi cuello bicentenario. Segunda de dos partes y conclusión

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Parte del ciclo de todo mito cinematográfico que comienza a mostrar desgaste, como sucedió con las entrañables películas de horror de los estudios Universal, es coquetear con otros géneros. Lo mismo sucedió al vampiro nacional, que se sacrificó para el lucimiento de los cómicos del momento, del mismo modo que hicieron Bela Lugosi y Lon Chaney, Jr. en Abbot y Costello contra Frankenstein (Charles Barton, 1948). La primera de las cintas que lo demuestran, que incluye la participación fortuita del mismísimo Germán Robles en su momento de máxima gloria, porque en sus propias palabras accedió a aparecer en ella como un favor al protagonista cuando tomaba un descanso durante la filmación de El ataúd del vampiro, es El castillo de los monstruos (Julián Soler, 1958). Hilarante es el momento en que su astro, Antonio Espino “Clavillazo”, huye despavorido del vampiro favorito de todos. Luego tocó su turno a Eulalio González “Piporro” en La nave de los monstruos (Rogelio A. González, 1960), curioso híbrido de cine de ciencia-ficción, horror, comedia y estampa del México rural, donde el popular "Rey del taconazo" es seducido por los encantos de Lorena Velázquez que interpreta a la vampira alienígena Beta. También debemos recordar Échenme al vampiro (Alfredo B. Crevenna, 1961), una comedia de misterio tipo Scooby Doo, de tres episodios, que involucra a un grupo de codiciosos herederos y a un presunto vampiro interpretado por Yerye Beirute. De sirviente a vampiro, ascenso más que merecido.

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Y todo mito no puede escapar de las infamias. En la industria occidental, por cada buena película de vampiros podemos contar, al menos, diez malas o pésimas. La primera que recuerdo es El imperio de Drácula (Federico Curiel, 1967) donde Erick del Castillo se pone la capa y encarna al vampiro Barón Draculstein, con todo y su recio acento ranchero. Inevitable es Chiquidrácula (Julio Aldama, 1984), que lucra con la fama del entonces niño maravilla Carlitos Espejel y su papel en una conocida serie de comedia del momento. Su trama es simple. Un niño de un barrio pauperizado se disfraza como un pequeño aristócrata vampiro para alejar del alcoholismo a su pariente Adalberto Martínez “Resortes”. Más reciente es El vampiro teporocho (Rafael Villaseñor Kuri, 1989), en la que Pedro Weber “Chatanuga” encarna a un desaliñado chupasangre que se coloca condones en los colmillos para evitar infecciones. Al menos esto puede leerse como una metáfora del sexo responsable en la era del VIH. Más aterradora es Curados de espantos (Adolfo Martínez Solares, 1992), cuya insultante trama cruza el camino de un vampiro revivido en una excavación prehispánica y posterior dueño de un burdel de mala muerte (Roberto “Flaco” Guzmán) con dos curanderos albureros y lujuriosos (Alfonso Zayas y César Bono), su enano ayudante (René Ruiz “Tuntún”) y una voluptuosa arqueóloga (Lina Santos). Peor, imposible.

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¿Hacia dónde se dirige el vampiro nacional? Para muchos estudiosos dignos de todo mi respeto, como Julio Patán, es un monstruo que ha tocado fondo y se ha deslavado completamente. Yo creo, y no porque sea uno de sus grandes admiradores, que aún tiene mucho que ofrecernos, por más que populares sagas muestren lo contrario. Las letras pueden ser una buena manera de reconocer sus posibilidades. El cuento No se duerman en el metro, publicado en 1994 en una serie que Revista de revistas del periódico Excélsior dedicó a los hijos de la noche, es un gran ejemplo. Su autor, Mario Méndez Acosta, los traslada, con verosimilitud testimonial al calor de las copas, hasta los túneles del sistema de transporte colectivo de la capital mexicana. Concluye con una terrible advertencia: “¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”. Con mucho humor, a través de una breve comunicación epistolar, la escritora regiomontana Patricia Laurent Kulick lo aborda en Se solicita sirvienta, con el acierto de nunca mencionar la palabra “vampiro”. La autora emplea el mismo tono, con una pizca de malevolencia, en El invitado (Selecciones del Reader´s Digest, 1998), donde luego de divertirse como el gato hace con el ratón, el vampiro remata a su futura víctima con un sarcástico “querida, sin el beneficio del juego la eternidad sería mortalmente aburrida”. Pero mi historia favorita, referencia obligada en mis clases, es La ruta del hielo y la sal (Ediciones Vid, 1998), recientemente nominada a los españoles premios Ignotus 2010 en la categoría de novela corta. Debemos este triunfo de la ficción nacional al poblano Jose Luis Zárate. Su relato es, en resumidas cuentas, el capítulo que omitió Bram Stoker en Drácula y que nos presentó brevemente en una bitácora de navegación, el del viaje de la goleta Démeter de Varna a Whitby. Su protagonista, el capitán del navío, lucha con sus propios demonios y con un misterioso polizón que diezma paulatinamente a su tripulación. Zárate rinde un respetuoso tributo a una novela a la que tanto debo sin siquiera nombrar su título ni al malévolo personaje que se lo proporciona. Otra posibilidad que puede dar nuevo impulso al vampiro es explorar cuanto lo asemeja al ser humano. No sus debilidades, sino sus carencias. Un regreso a su origen. Mi amigo José Francisco Macedo bien lo dijo, “en mi época el vampiro era temido, no tímido”. El creador no debe repetir el esquema del Louis de Point du Lac de Anne Rice (Brad Pitt en la película de Neil Jordan), ni al delicado Conde Saint Germain de Chelsea Quinn Yarbro, mucho menos al insufrible Edward Cullen de la multicitada serie Crepúsculo (un vampiro “maricón”, según Paco Ignacio Taibo II, calificativo que no hace alusión en modo alguno a preferencias sexuales), es decir, al vampiro “sensiblero”, el que lamenta ser un vampiro. “Hace doscientos cuarenta años que no veo la luz del día, dice el vampiro que vi en la última película”, recuerda con ironía Jorge Ibargüengoitia en su divertido Vida de los vampiros. El monstruo que me gusta, como a Guillermo del Toro, es el que disfruta su posición en el pináculo de la cadena alimenticia, que acepta y se regocija en su otredad. Como dice sabiamente el vampiro Lestat de Anne Rice, “si estás condenado a vivir hasta el fin de los tiempos, mejor haz una fiesta de todo ello”. Eso ha permitido prosperar a muchos hombres de negocios, pasar por encima de otros sin el mayor miramiento y amasar las más cuantiosas fortunas. Codicia para muchos, naturaleza humana para mí. Ahora bien, en una época donde los adolescentes consideran su juventud como un valor, no como una virtud efímera, el miedo a envejecer, a la corrupción del cuerpo, puede ser también una preocupación del vampiro. Así le sucedió a Narciso o al Dorian Grey de Oscar Wilde. “La vanidad, definitivamente mi pecado favorito”, fue la última línea de Al Pacino en El abogado del diablo (Taylor Hackford, 1997). Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Las adicciones, los desordenes alimenticios, las enfermedades de transmisión sexual, la soberbia que puede albergar al saberse casi omnipotente, su maridaje con otros géneros (¿se han imaginado a unos vampiros narcotraficantes?), son temas por explorar. Todos pueden asegurar su inmortalidad. En el cine nacional aún puede resurgir. No a través de un remake de El vampiro (ojalá eso nunca suceda), pues son lamentables los resultados de las reelaboraciones de Hasta el viento tiene miedo y El libro de piedra. La permanencia del vampiro reside en su capacidad de evolucionar, de adaptarse al entorno como hace el ser humano mismo. Después de todo, son nuestro reflejo.

2 comentarios:

  1. También Déjame entrar, tanto la novela (John Ajvide Lindqvist) como la película (Tomas Alfredson) y el propio Guillermo Del Toro con su Nocturna.

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  2. Al Sr. Lindvist lo dejé fuera de la jugada porque hablaba de aportaciones en México, Miguel. Y de él una amiga muy querida me regaló "Descansa en paz", que va estupenda. Hace lo mismo que hizo con "Déjame entrar" con los zombis. Saludos!

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