miércoles, 12 de junio de 2013

Entre caníbales te veas

Uno de los principales obstáculos que muchos han tenido para disfrutar la teleserie Hannibal, desarrollada para la televisión estadounidense por Bryan Fuller, es la enorme e indeleble huella que Sir Anthony Hopkins imprimió al personaje protagónico en tres películas. Es cierto que su actuación es memorable –tiene un premio Oscar e incontables galardones que lo demuestra-, y que siempre guardaré un entrañable cariño por ella, pero el desempeño del actor danés Mads Mikkelsen es digno, a la altura de la creación de Thomas Harris. Para validarlo debemos comenzar por reconocer que el Hannibal Lecter que conocimos en El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991), frío, estremecedor, con sus “alubias y un buen chianti”, capaz de asesinar a sangre fría a dos policías que fueron corteses con él, es muy distinto a sus sucesivas apariciones. En Hannibal (Ridley Scott, 1999) es un personaje que crea una identidad con la que da rienda suelta a su parte luminosa para pasar desapercibido y escapar de su truculento pasado. Vive cómodamente en la bella ciudad italiana de Florencia, bebe un espresso en una alegre cafetería, asiste a un recital de canto, concursa para obtener una posición como curador de un palacio –mata a su antecesor para facilitar las cosas, por supuesto- y se da el permiso de asentir afablemente “Oki-doki”. Es un asesino deliberada y conscientemente domesticado. Hasta que vuelve a las andadas. En Dragón rojo (Brett Ratner, 2002), el remake-precuela de la historia, veo a un Hopkins que se auto parodia. Repite intencionalmente matices que le valieron el reconocimiento del público y la crítica, de forma caricaturesca a veces. Recuerden el tono chillón y exagerado con que dice “he is refining his methods. He is evolving”. Y no le reprocho nada. Funciona para mi. En el momento que nos ofrece un rostro que no conocemos es en su deslumbrante prólogo, donde lo vemos disfrutar un concierto de cámara –y seleccionar a su siguiente víctima, el flautista Benjamin Raspail (Tim Wheater)-, deleitar a sus invitados con suculentos manjares (“si te dijera qué contiene, querida, no querrías probarlo”) y atacar a su perseguidor Will Graham (Edward Norton). Ese es el Hannibal que ahora nos ofrece Mikkelsen, un inteligente y encantador psicópata.
Pero tengamos en cuenta que al buen Doctor Lecter lo han interpretado otros dos actores. El primero fue el escocés Brian Cox en Sabueso (Manhunter, Michael Mann, 1986). Por alguna razón el Sr. Mann, guionista también de la cinta, decidió llamarlo Hanibal Lektor. Su presencia es más bien mundana, vulgar por momentos. No proyecta el encanto y refinamiento que posteriormente conocimos y adoramos. El francés Gaspard Ulliel lo encarnó en su juventud en Hannibal: el origen del mal (Peter Webber, 2007). La historia –innecesaria, como he dicho, y culpa del propio Harris- le da antecedentes nobiliarios y de profundo respeto por la cultura japonesa –que no conocimos antes-.
Y esto nos lleva de regreso a Mikkelsen. Con notables antecedentes –su villano Le Chiffre en Casino Royale (Martin Campbell, 2006) es estupendo-, logra imprimir la frialdad y sofisticación que el malvado requiere. Es capaz de hacer una llamada para evitar comprometer su posición (“ellos saben”) y reprimir la rabia al leer en su moderna tablet las noticias que le dan el mérito de sus hazañas a un farsante. Lo mejor es verlo en acción. No sólo al matar a la joven aprendiz –que no deja de recordarme a Clarice Starling- Miriam Lass (Anna Chlumsky, la otrora niña de Mi primer beso), sino al ejecutar deslumbrantes y apetitosos platillos con los órganos humanos de sus recientes matanzas, esto último asesorado por el talentoso chef español José Andrés, quien ostenta el cargo de “consultor gastronómico caníbal”.

Al final debatir cuál Hannibal es mejor, el de Hopkins o Mikkelsen, es tan peligroso como identificar al Conde Drácula definitivo. ¿O ustedes a quién prefieren? ¿A Bela Lugosi, a Christopher Lee o a Gary Oldman? Difícil, ¿verdad? Son grandiosos actores que hacen a un personaje memorable, con todas las variaciones posibles. Lo mejor, todas son enteramente disfrutables. 

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