domingo, 1 de noviembre de 2009

Altar de muertos.

El 20 de diciembre de 2005 fue encontrado sin vida mi querido amigo y maestro José Roberto Hill del Rivero, uno de los más talentosos actores de su generación. Una pérdida sin sentido, irreparable. Su hermano de elección Manuel Núñez Nava, poeta, también maestro, siempre amigo, le alcanzó el 24 de noviembre de 2008. El día después del deceso de José Roberto, Manuel le escribió lo que a continuación reproduzco. Un testimonio al lazo que siempre nos unirá en el Día de Muertos.

Feliz no cumpleaños, José Roberto Hill.
Manuel Núñez Nava

Alguien en el radio dice que moriste asesinado en circunstancias violentas que no se han podido precisar, anoche, en tu domicilio, mientras yo, ausente, dormía cobijado y seguro. Como una picadura de alacrán, como algo que al principio casi ni se siente, el estupor me invade y entorpece lentamente.

¿Cómo articular una palabra?
¿Cómo hilar un pensamiento?
¿Cómo imaginar siquiera semejante cosa?

Tú eres noble y manso y tu sonrisa siempre es limpia. (Yo canto tu gracia, tu eterna jovialidad, tu discreto donaire. Yo digo aquí y ahora que eres gallardo y gentil y que hablas como se debe hablar, como poeta.) Eres el varón bienaventurado que no anduvo en consejo de malos ni en silla de escarnecedores se sentó. Tú eres un dulce hermano, un alma buena, un espíritu amable, un ser para el placer, una fuente de luz.

(¿Y esta rabia sin adjetivos? ¿Y este dolor que taladra ferozmente las sienes como algo inaudible? Siento en pleno rostro la contundencia del golpe que te aturde. Siento tu asombro, tu impotencia. Me paraliza tu terror. Me muero de tu asfixia. ¿Por qué nadie hace nada? ¿Por qué no se detiene el mundo entero a llorar, a maldecir, a exigir castigo para ese hijo de malamadre que anda vivo por ahí?)

Tú penetraste el secreto. No estás ahora en otra parte, estás aquí y sonríes, transfigurado. Hermano, la muerte no existe. Aprendiste esto cuando tu único deseo fue mostrarle a tu hermano que él jamás te hirió. Él cree que tiene las manos manchadas de tu sangre, y, por lo tanto, que está condenado. Mas se te ha concedido poder mostrarle, mediante tu curación, que su culpabilidad no es sino la trama de un sueño absurdo.

La muerte no existe. Lo único que existe es la vida y la función de la vida no puede ser morir. Tiene que ser la extensión de la vida, para que sea eternamente una para siempre y sin final.

El odio es algo concreto. Tiene que tener un blanco. Tiene que percibir un enemigo de tal forma que éste se pueda tocar, ver, oír y finalmente matar. Cuando el odio se posa sobre algo, exige su muerte tan inequívocamente como la Voz de Dios proclama que la muerte no existe. El miedo es insaciable y consume todo cuanto sus ojos contemplan, y al verse a sí mismo en todo, se siente impulsado a volverse contra sí mismo y destruirse.

Quien ve a un hermano como un cuerpo lo ve como el símbolo del miedo. Y lo atacará, pues lo que contempla es su propio miedo proyectado fuera de sí mismo, listo para atacar, y pidiendo a gritos volver a unirse a él otra vez. No subestimes la intensidad de la furia que puede producir el miedo que ha sido proyectado. Chilla de rabia y da zarpazos en el aire deseando frenéticamente echarle mano a su hacedor y devorarlo. Pero la muerte no existe. El Hijo de Dios es libre.

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