lunes, 23 de noviembre de 2009

Ya viene la navidad.

Ahora que escribo sobre fantasmas, evité deliberadamente hablar de Charles Dickens (1812-1870) por dos razones. Primero, la inminente navidad. Después por la enésima adaptación cinematográfica de su obra, Los fantasmas de Scrooge (Robert Zemeckis, 2009), festín de animación por computadora diseñado para llevar a las grandes multitudes a los cines durante las fiestas. El relato que nos ocupa es uno de los primeros que tengo memoria de haber leído y, por tanto, uno de mis más entrañables.
“¡Mil bendiciones reciba su corazón bondadoso, Charles Dickens! Puede considerarse dichoso, pues su libro Canción de Navidad ha hecho más bien, ha alentado más buenos sentimientos y ha hecho nacer más actos positivos de caridad que los que pueden atribuirse a todos los púlpitos y confesionarios en esta Navidad de 1842”. Esto expresó la Cámara de los Comunes de Inglaterra al celebrado autor, y no sólo reflejaba la opinión de la nobleza y los intelectuales, sino la de cientos de lectores que admiraron este relato lleno de ternura, cuya fama se extendió eventualmente por todo el mundo.
A Christmas Carol, a ghost story for Christmas” apareció por vez primera el invierno de 1842, en una hermosa edición de Chapman & Hall con ilustraciones de John Leech, amigo íntimo de Dickens, y de inmediato estrujó el corazón de los lectores. También se convirtió en un éxito.
Era ya una tradición que las familias inglesas se sentaran frente a la chimenea la noche de navidad y leyeran relatos de fantasmas, como una forma de entretenimiento alterno al colorido y candor de las festividades.
La historia es conocida por todos. La ha protagonizado incluso Rico McPato y los Muppets de Jim Henson. Ebenezer Scrooge, anciano comerciante, mezquino, codicioso, disgustado con la vida, es visitado por el fantasma de su antiguo socio Jacob Marley. El espectro le advierte sobre “las pesadas cadenas que arrastra” y le anuncia la visita de tres apariciones más que buscarán redimirle: los fantasmas de las navidades pasada, presente y futura. En compañía de los espíritus, Scrooge rememora varios momentos de su vida y observa la miseria humana que vive y disemina entre sus semejantes, así como sus nefastas consecuencias. Al despertar, Scrooge comprende el verdadero significado de la navidad y se convierte en un hombre bondadoso y ejemplar: dona dinero para los desposeídos, se reconcilia con su sobrino Fred, convierte en su socio a su oprimido empleado Bob Crachit y ayuda para que su pequeño hijo Tim recupere la salud.
“Canción de Navidad” es, en la superficie, un relato de fantasmas. Dickens nos lo advierte en sus primeros párrafos:
La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido; si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría en su paseo durante la noche, en medio del vendaval, por las murallas de su ciudad, nada más notable que lo que habría en ver a otro cualquier caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de obscurecer, en un recinto expuesto a los vientos -el cementerio de San Pablo, por ejemplo-, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.
El aspecto del fantasma de Jacob Marley –que sin duda tiene en cuenta el caso del Fantasma de Atenodoro- se anticipa a los mejores ejemplos de su tipo:
El mismo rostro, el mismo. Marley con su cigarro, su chaleco de siempre, sus calzones y sus botas; tiesas las borlas de éstas, como su cigarro, como los faldones de su levita, como sus cabellos. La cadena que arrastraba la llevaba sujeta a la cintura. Era larga y se retorcía en torno suyo como una cola, y estaba formada por cajas de caudales, candados, libros mayores, escrituras y pesadas bolsas de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge podía ver, a través del chaleco, los dos botones de atrás de la levita.
Pero no podemos obviar la intención de su autor: invitar al hombre victoriano, ciego por el mundo material, a recuperar su humanidad y hacer de su vida, como dijo el poeta, una aventura formidable.

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