lunes, 30 de mayo de 2011

Dulces placeres o el fino arte de la venganza

La venganza es un plato que se sirve mejor frío
-Viejo proverbio Klingon

Tras haber sido derrotado por Batman –en el premiado episodio de una caricatura noventera-, Victor Fries, conocido como el Capitán Frío –o Mr. Freeze, para ser correctos -, se arrastra hacia el responsable de la muerte de su esposa, quien minutos atrás estuvo a punto de ser asesinado por el villano. Éste clama desesperado. “Esto no puede terminar así. ¡Venganza!”. El héroe le corrige. “No, justicia”.
La venganza es una de las emociones más antiguas del ser humano. Ha sido retratada en la tragedia griega y el teatro isabelino, por sólo citar dos ejemplos. Sin ella muchas obras de William Shakespeare carecerían de intensidad y contundencia. Ésta se convierte, incluso, en un placer mal sano. Titus Andrónicus alimenta, sin que ella lo sepa, a la Reina de los Godos con sus propios hijos, quienes ultrajaron y mutilaron a la hija del general romano. Podríamos iniciar en este punto un debate sobre la legitimidad de algunas venganzas, como la de Edmundo Dantés –en El Conde de Montecristo-, o la del terrorista conocido como V –en la novela gráfica de Alan Moore-, pero esa es otra historia. Al final es cierto lo que el objeto de sus afectos –la terrible Katie Holmes- dijo a mi héroe –Christian Bale- en su renacer fílmico (Batman inicia, Christopher Nolan, 2005-: “la venganza es para tu gratificación personal, la justicia sirve a la armonía colectiva”.
En la literatura ha tenido especiales manifestaciones, desde el Capitán que buscaba vengarse de la ballena blanca que devoró su pierna, tan similar al pirata que deseaba asesinar al niño eterno que cortó su mano y alimentó con ella a un cocodrilo, o el genio científico, “oriundo del país de los oprimidos”, que hundía barcos del Imperio Británico con su inolvidable Nautilus o el magnate desfigurado que quería alimentar a enormes cerdos con su victimario, el más famoso asesino serial de la ficción.
Pensé en la venganza el viernes pasado, cuando el entrañable Vincent Price celebró su primer siglo de vida –porque está más vivo que nunca en el corazón y memoria de sus admiradores-. La filial latinoamericana del canal de televisión TCM exhibió muchas películas de su vasta filmografía durante el casi extinto mes de mayo. Gran parte de ellas tenían a la venganza como tema central. En La casa de cera (Andre de Toth, 1953) Price interpretaba al profesor Jarrod, habilidoso escultor de figuras de cera que abrió un local muy similar al de Madame Tussaud, quien fue horriblemente desfigurado luego que su deshonesto socio provocó un incendio en el lugar para cobrar el seguro. No consumiré valioso tiempo criticando su nefasto remake, pero sí diré que influyó el argumento de una de las joyas del cine mexicano de luchadores, Santo en el museo de cera (Alfonso Corona Blake, 1963), con el maravilloso Claudio Brook como su par Región 4. En El abominable Dr. Phibes (Robert Fuest, 1971) hizo del músico –nuevamente desfigurado- Anton Phibes, quien urdía una elaborada venganza contra los médicos responsables de la muerte de su esposa, acto que continuó en su secuela El Dr. Phibes ataca de nuevo (Robert Fuest, 1972), donde además trataba de revivir a su amada. En El teatro de sangre (Douglas Hickox, 1973) encarnó a Edward Lionhearth, un talentoso actor shakesperiano que gozaba del aplauso del público pero del desprecio de la crítica especializada. Cuando éstos le negaron un merecido reconocimiento, decidió fingir su muerte para cobrar venganza contra sus detractores, aniquilándolos a todos recreando situaciones de las más populares obras del dramaturgo británico. Un crítico es obligado a comer a sus perros que tanto amaba –como en Titus andrónicus- y manipula los celos de otro para que mate a su esposa –como en Otelo-. 
Como nos demostró la desafortunada Jennifer Hills  (en I´ll spit on your grave, Meir Zarchi, 1978 y remake de Steven R. Monroe2010), la venganza puede ser un castigo más que merecido y, aunque a veces sangriento, muy dulce. 

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