No tenía intención de escribir sobre el tema, pero no puedo evitarlo. Prácticamente todo el pasado fin de semana, la televisión revivió los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El recuerdo es imborrable. Todos podemos relatar lo que hacíamos en ese momento al enterarnos de la noticia (yo acababa de llegar a mi entonces oficina en los Servicios Periciales de Iztapalapa cuando José Gutiérrez Vivó dio la nota en el desaparecido noticiero Monitor). A lo largo de los años hemos visto cientos de veces las imágenes de los dos aviones estrellándose contra las torres del World Trade Center. Hemos visto idénticas ocasiones el espectacular incendio que causó en ellas, con docenas de personas arrojándose al vacío desde los pisos superiores para escapar de las llamas. Hemos visto los dos edificios colapsarse en medio de una gigantesca nube de polvo y escombros. Conocemos, gracias a la impresionante cobertura que los medios informativos dieron al suceso, los testimonios de cientos de testigos y víctimas. Pero el hecho no deja de ser sobrecogedor. En un momento donde las noticias terribles se han convertido en algo cotidiano en nuestra sociedad y donde la historia nos demuestra que tal vez no es la mayor tragedia que ha conocido la raza humana, los efectos en la memoria y sentir de la sociedad occidental son no tienen precedentes. Esa es la esencia del auténtico horror. Lo que más me impresionó fueron los videos tomados por transeúntes donde los bomberos de la Ciudad de Nueva York contemplaban, con miedo e incredulidad evidentes en sus rostros, las dimensiones de la conflagración y a pesar de ello se internaron en el infierno en busca de ayudar a las víctimas. Eran –porque muchos no sobrevivieron- hombres con familias y sueños, con motivos para vivir. Mayor expresión de heroísmo, imposible.
Con orgullo, el Presidente de Estados Unidos anunció hace unos meses la muerte del responsable intelectual de la masacre, Osama Bin Laden, líder de la organización terrorista Al Qaeda que, irónicamente, gozó del apoyo de anteriores administraciones estadounidenses. Por ello se han hecho las más variadas teorías de conspiración gubernamental. No discutiré sobre su posibilidad o imposibilidad (de los Gobiernos puedo esperar todo), ni si el pueblo estadounidense merecía el atentado tras cientos de años de abusos contra otras culturas, ni compararé la magnitud del hecho respecto a otras desgracias, como la que actualmente vivimos en nuestro país. Las muertes sin sentido son abominables aquí, en cualquier época, en cualquier lugar.
Inevitablemente las bellas artes se nutrieron del suceso, sea como un tributo a las víctimas o como un homenaje póstumo a los cientos de héroes que la enfrentaron. El cine trató de capturar el episodio en cintas como Vuelo 93 (Paul Greengrass, 2006) y Las torres gemelas (Oliver Stone, 2006). Pero mucho antes de estas cintas, el complejo de edificios ocupó un lugar importante en la industria fílmica estadounidense como símbolo y representante de la más grande de sus ciudades, de la capital del Imperio. Las escaló un gigantesco y popular gorila en King Kong (John Guillermin, 1976), fueron vistas en Los Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984) y destruidas por invasores extraterrestres en Día de la Independencia (Roland Emmerich, 1996), las visitó el insoportable Kevin McAllister (Macauley Culkin) en Mi pobre angelito 2, perdido en Nueva York (Chris Columbus, 1992) e incluso usadas por El Hombre Araña (Sam Raimi, 2002) para tender una red que atrapara un helicóptero piloteado por asaltabancos, en un trailer que se suprimió tras los atentados.
El lugar que ocuparan las Torres, conocido como la Zona Cero , fue elegido por Guillermo del Toro y Chuck Hogan en su novela Nocturna como guarida y nido del Amo, el malvado vampiro Jusef Sardú. Cuando su protagonista, el epidemiólogo Ephraim Goodweather, preguntó a su guía y mentor Abraham Setrakian por qué había elegido ese lugar, el anciano respondió: “Porque se sintió atraído. Los topos construyen sus madrigueras en los troncos muertos de los árboles caídos. La gangrena nace en las heridas. Sus orígenes están en la tragedia y el dolor”.
Pero el momento que mejor captura el deseo del pueblo estadounidense –que la desgracia nunca hubiera ocurrido- ocurre la escena final de la primera temporada de la teleserie Fringe. La agente Olivia Dunham (Anna Torv) discute con William Bell (Leonard Nimoy), fundador y propietario de la siniestra Massive Dynamics y éste le pregunta si tiene conciencia dónde se encuentra. La cámara se aleja y revela que ocupan una oficina en la Torre Sur del World Trade Center. Evidentemente se trata de un universo paralelo, eje central del programa. Pero no estamos en otro lugar. Aún cuando así fuera, estoy seguro que habría desgracias de otro tipo.
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