martes, 3 de septiembre de 2013

Cuéntame una de fantasmas

Para 2001, con dos largometrajes en su haber y 37 años de edad, el cineasta mexicano Guillermo del Toro ya había definido 10 elementos esenciales en su obra:

1. Su fascinación y respeto por lo fantástico y los monstruos, seres incomprendidos como el aficionado a estos temas. El propio del Toro es un ser marginal, aplaudido en varios círculos pero menospreciado en muchos más.
2. Su conocimiento y cercanía con esto emanaba de su gran afición por la literatura, el cine, la televisión y los cómics, tal como el lector de este blog.
3. Su fascinación por los insectos, seres milenarios con incontables connotaciones.
4. Su fascinación por los engranes y la maquinaria de relojería, alegorías del avance inexorable del tiempo.
5. Los símbolos religiosos, sean ángeles envueltos en plástico, crucifijos o iglesias, muy presentes durante su primera educación. El director recuerda, divertido, los dos “exorcismos” que le practicó su abuela en su juventud.
6. Su visión internacional, como revela sus repartos multinacionales, un Centro Histórico plagado de señalización en chino o un sacerdote de la misma nacionalidad perseguido por sus cucarachas gigantes.
7. Personajes de la tercera edad, como el anticuario Jesús Gris o el millonario Dieter de la Guardia.
8. Personajes infantiles, grandes detentores de la inocencia y lo maravilloso que a menudo se exponen a horrores indecibles.
9. Situaciones familiares, como su gusto por los tríos y los boleros o las explosiones en la red subterránea de su natal Guadalajara de 1992.
10. Como consecuencia de lo anterior, las alcantarillas y los lugares oscuros, cosa que ya era visible desde uno de los episodios que dirigió en la antología televisiva Hora marcada, que involucraba a una niña y un ogro que habitaba en las cloacas citadinas. Se titulaba, obviamente, De ogros.

Lo anterior demuestra que toda obra de arte posee un carácter autobiográfico.
Su siguiente proyecto, una historia desarrollada durante la Revolución Mexicana –mi cofrade Antonio Camarillo leyó por ahí que ocurría en la Guerra Cristera- que, a pesar que lo presentaba un cineasta solvente y galardonado, no recibió apoyo ni financiamiento institucional. Y debido a su amarga y asfixiante experiencia en Hollywood, éste era un lugar al que no quería recurrir. El infame y eterno problema de la solvencia material. Así que del Toro decidió buscar lugares más amables. España era   un país que para esos momentos había demostrado una gran sensibilidad y respeto por sus temas –tanto en las letras como en el cine-, así que decidió emigrar en busca de mejor fortuna. Ahí obtuvo lo que tanto deseaba y merecía: Pedro Almodóvar, hombre de reputación en la que no necesito abundar, confió en él y acunó su talento.
El resultado, El espinazo del Diablo (2001), una co producción México-España, es su película más personal y sin duda mi favorita. Escrita por del Toro, Antonio Trashorras y David Muñoz, es un gran cuento en la mejor tradición que nos enseñaron autores victorianos como Montague Rhode James o Joseph Sheridan Le Fanu. Y la voz en off de Federico Luppi nos lo advierte desde el primer momento:
¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez. Un instante de dolor quizás. Algo muerto que parece por momentos vivo aún. Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar.
España, 1939. En el final de la Guerra Civil Española, Carlos (Fernando Tielve), un niño de 12 años, es abandonado por sus padres en un orfanato distante –en medio de la nada- dirigido por la conservadora y mutilada Carmen (Marisa Paredes) y el bondadoso Profesor Casares (Luppi), quien secretamente está enamorado de ella y estudia fetos con la columna vertebral bífida –el espinazo del diablo del título-. Carlos entabla amistad con los demás huérfanos –no diferentes de los Niños perdidos de James Matthew Barrie- , como el rapaz Jaime (Íñigo Garcés), el líder de la manada. En el centro del patio principal del lugar, como una amenaza latente y un recordatorio terrible, yace una bomba inactiva y herrumbrosa arrojada por el ejército de Francisco Franco. Jacinto (Eduardo Noriega), el mozo del albergue, y Conchita (Irene Visedo), profesora de los menores –y su amante-, son el resto de los adultos que gobiernan ese pequeño y precario universo. Al poco tiempo, Carlos comienza a percibir cosas extrañas. Susurros y apariciones lo llevan a conocer la historia de Santi (Junio Valverde), un habitante del orfanato desaparecido misteriosamente la noche que cayó la bomba.
Siguen momentos hermosos, trágicos y verdaderamente escalofriantes, todos captados por la cámara de nuestro paisano Guillermo Navarro, plena de tonos sepia, en la que fue su segunda colaboración. Uno de sus aciertos es el aspecto de Santi, acuoso y brumoso, que tiene mucho que ver con su lugar de reposo. La trama nos recuerda que el fantasma no es la verdadera amenaza. Uno de los vivos es más temible que los muertos. Y esto saca lo peor de los niños, que hacia su desenlace no son diferentes de los protagonistas de El señor de las moscas de William Goding.
Su mínima ganancia económica es sólo proporcional al enorme prestigio que le valió a del Toro, alabado por el público y la crítica. Comparada a menudo con otra gran película estrenada ese año (Los Otros de Alejandro Amenábar), significó incontables nominaciones y premios internacionales para nuestro héroe –porque “El Gordo” es uno de mis héroes-. Esta película sin duda lo colocó en una posición en la que finalmente podría establecer sus términos. Y eso, para su fortuna y la nuestra, ocurrió muy pronto. 

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