Y ya que promociono mi nuevo curso en el Centro Nacional de las Artes, finiquitaré un asunto pendiente (antes de concluir el mes). El pasado 26 de julio ofrecí una plática en el Tercer Taller de Perfeccionamiento de Guión de Largometraje de Horror, convocado por el Instituto Mexicano de Cinematografía en la maravillosa casona que alberga a la Sociedad de Directores de México. Prometí a los participantes publicar en este blog el texto que sirvió de eje a mi exposición. Se trata de un tema al que regreso con frecuencia. Espero que ellos y ustedes, queridos lectores, lo disfruten.
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La invasión de los vampiros o cómo puede renacer en el cine mexicano (en 9 tomas).
Roberto Coria
Tercer Taller de Perfeccionamiento de Guión de Largometraje de Horror. IMCINE.
Dicen que le tercera es la vencida. La primera ocasión que debí compartir con ustedes mis fascinación por el cine de vampiros, el 12 de julio pasado, debí atender compromisos imprevistos e impostergables. La segunda, el 19 de julio anterior, situaciones ajenas a mí me lo impidieron. Las dos fechas eran especialmente emblemáticas para el tema: en ellas se celebró el no-cumpleaños 131 de Tod Browning, el cineasta al que debemos la versión de Drácula (1931) protagonizada por Bela Lugosi, y el cumpleaños de mi querido amigo Vicente Quirarte, poeta, ensayista y enorme estudioso de los hijos de la noche, respectivamente. Pero heme aquí, finalmente. Hoy es una ocasión muy especial para mí. Me acompaña Bárbara Pérez Curiel, nieta del entrañable Federico Curiel, cineasta apasionado a quien debemos algunas de las mejores películas del Santo y artífice de una serie de joyas –muy pertinentes esta tarde- de las que hablaré posteriormente. Ella se encuentra en la antesala de ser aceptada en las filas del Centro de Capacitación Cinematográfica, así que tenemos a una cineasta en ciernes entre nosotros. Bienvenida, querida Bárbara, doblemente.
Toma 1
En los minutos iniciales de El vampiro (Fernando Méndez, 1957), un hombre alto y delgado, elegantemente vestido con capa, medallón y frac –el grandioso Germán Robles-, observa con ojos depredadores la ventana de una hacienda surgida de una película del México rural de mediados del siglo XX. En un instante, envuelto por la neblina nocturna, el hombre se transforma en un murciélago y vuela hasta el interior del dormitorio de una bella mujer –Carmen Montejo-. Ella lo observa sorprendida, con horror, especialmente por sus afilados colmillos, antes que el intruso se le lance encima y corran los créditos de la película, enmarcados por la partitura inquietante de Gustavo César Carrión y un grito desgarrador. La escena rinde tributo a los mejores momentos de las cintas de horror de los estudios Universal –con una maravillosa escenografía de Gunther Gerzso- y nos recuerda a la figura de Don Juan: el hombre que entra furtivamente durante la noche en la recámara de la joven damisela para robar su virtud. También cobra vigencia en una época en la que el fenómeno Crepúsculo cautiva la imaginación –en las letras y la oscuridad de la sala de cine- de las quinceañeras ávidas de la inmortalidad y belleza eterna que puede obsequiarles la pasión del vampiro, de su sensualidad desbordada –incluso irresponsable- y el ansia de apropiarse de la noche y sus secretos.
“Al contrario de otras criaturas de la noche, cuya contemplación y cercanía nos provocan pánico inmediato, el vampiro es la más próxima a los humanos, tanto en lo que se refiere a sus características físicas como a la relación que mantiene con sus víctimas en potencia”, nos recuerda Vicente Quirarte. Es por ello que El vampiro se coloca por delante de otros especímenes del catálogo de cintas de horror producidas en nuestro país y hace brillar a Germán Robles como el gran monstruo del cine nacional. Robles es considerado por David J. Skaal, erudito del cine de horror, como “la respuesta mexicana a Bela Lugosi” y aparece en la portada de su libro V is for vampire. Definitivamente su imagen debe mucho a la que inmortalizara el actor rumano en 1931, pero su interpretación del Conde Karol de Lavud es memorable, antecedente indispensable para comprender el erotismo y bestialidad que transmitió Christopher Lee en las películas de la casa británica Hammer Films. “Yo quería hacer a un vampiro cachondo”, declara Don Germán frecuentemente en entrevistas. Uno de los tantos aciertos de El vampiro, además de su ensamble actoral y la espléndida fotografía de Rosalío Solano, es la historia de Ramón Obón, que toma a un monstruo persistente en el folclore europeo y lo sitúa en un ambiente familiar y reconocible. Se permite sumar incluso leyendas de aparecidos y fantasmas, tan abundantes en la provincia mexicana. Precisamente de este último beneficio adolece su secuela, El ataúd del vampiro (Méndez, 1958), traslación de todos los elementos anteriores a la gran ciudad. Demuestra, como bien nos advirtió H. P. Lovecraft, que “no está muerto lo que puede yacer eternamente”. Pese a ello posee momentos aterradores, como la persecución que la sombra del malvado protagonista hace a una desafortunada mujer por las calles desiertas de la ciudad –que no son otras que las de los Estudios Churubusco-. La mente detrás del éxito de las dos cintas –y de tantas otras-, el actor y productor Abel Salazar, proyectaba la realización de una tercera entrega. Robles, estigmatizado ya por el monstruo, declinó la oferta. “Esa la va a hacer tu madre”, sentenció. ¿Cómo hubiera sido una tercera parte de El vampiro? Eso nos brinda la posibilidad de la conjetura y el juego de la imaginación.
Toma 2
A pesar de sus esfuerzos, Germán Robles nunca pudo escapar de la marca del vampiro. Prueba de ello son la estupenda serie de largometrajes dirigidos por Federico Curiel que comenzaron con La maldición de Nostradamus (1961) y fueron continuados por La sangre de Nostradamus (1962), Nostradamus, el destructor de monstruos (1962) y Nostradamus, el genio de las tinieblas (1962). Robles encarna a un descendiente del legendario profeta Michele de Notre-Dame –Nostradamus, para los amigos-, quien es un vampiro ataviado con capa y bombín, que usa una barba “tipo candado” y tiene un ayudante jorobado, quien trata de convencer de la existencia de la otredad al escéptico Profesor Durán (Domingo Soler) y a su asistente Antonio (Julio Alemán) y al mismo tiempo revivir a su ancestro. Nostradamus hace fatales predicciones para todo el que se cruce en su camino. El serial cuenta con un inteligente guión de Alfredo Ruanova y Carlos Enrique Taboada. Esta historia fue la primera aproximación al tema fantástico del celebrado autor de Hasta el viento tiene miedo (1968) y El libro de piedra (1969). Las apariciones sorpresivas de Nostradamus, en rincones donde reina la oscuridad más profunda, sin duda inspiraron a Guillermo del Toro para otorgárselas a Rasputin (Karel Roden) en Hellboy (2004).
Toma 3
El vampiro es la primera gran cinta del tema filmada en el país, pero de ninguna manera es la primera en habla hispana. Podemos ubicar al más notable antecedente en los albores mismos del cine de horror occidental como una gran industria. Cuando Carl Laemmle, Jr., quien decidía el rumbo de las creaciones de los Estudios Universal, emprendió la producción de la versión cinematográfica de la obra teatral de John Balderstone y Hamilton Deane –basada a su vez, como todos sabemos, en la novela de Bram Stoker- comprendió la necesidad de realizar versiones de sus películas para los mercados extranjeros, toda vez que la técnica del doblaje para las nacientes cintas habladas no estaba depurada. Por ello encargó a George Melford que rodara, de manera paralela al equipo que encabezaba Tod Browning, una versión en habla hispana. Este ejercicio le permitiría reducir costos toda vez que empleaba el mismo guión y escenarios. Mataba dos vampiros con la misma estaca, podría decirse. Para el papel protagónico, el que interpretara Bela Lugosi en la producción estadounidense, eligieron al actor Carlos Villarias, a Eduardo Arozamena como el profesor Van Helsing, Pablo Álvarez Rubio como Renfield y a Lupita Tovar como Eva –Mina-, el oscuro deseo del vampiro. Ahora, un sacrilegio: me sumo al pensar de críticos como David J. Skaal y Leonard Wolf, quienes aseguran que la versión española de Drácula supera actoral y estilísticamente a la de Browning, a pesar de que fueron creadas a partir del mismo molde. Los movimientos de cámara, más ágiles y propositivos, el erotismo más evidente, las actuaciones más convincentes la hacen estremecedora y la colocan de la manera más digna junto a su hermana más célebre. Esta opinión no resta mérito de forma alguna a la dimensión del que Bela Lugosi convirtiera en su interpretación más memorable. Dos últimos vínculos: Eduardo Arozamena, originario de la Ciudad de México, fue un renombrado actor de reparto que conocimos en cintas inolvidables como Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940), Flor silvestre (Emilio Fernández, 1943) y Yo maté a Juan Charrasqueado (Chano Urueta, 1949); Lupita Tovar, nativa de Matías Romero, Oaxaca, ya encarnó a una hija de la noche en Santa (Antonio Moreno, 1932), adaptación de la novela homónima de Federico Gamboa y joya de los inicios de la cinematografía nacional. Ella sigue viva. Mañana, 27 de julio, cumplirá 101 años de edad. En entrevistas siempre defendió el esfuerzo de sus co-protagonistas. “Estábamos decididos a hacer una gran película”.
Toma 4
Si la sangre es la vida para el vampiro, los lazos que de ella emanan son sagrados. En El vampiro, el Conde Lavud viaja desde los bosques de Bakonia para consumar su venganza por la muerte de su vampiresco hermano a manos de los campesinos del ficticio pueblo de Sierra Negra –hay un volcán que se llama así en el estado de Puebla- restaurar su imperio del miedo y de paso reclamar la posesión de la hacienda Los Sicomoros. Es el cacique que busca mantener la supremacía territorial a toda costa. En la más reciente La invención de Cronos (1992), opera prima del tapatío Guillermo del Toro, conocemos la desafortunada historia del mercader de antigüedades Jesús Gris (Federico Lupi) y su viaje accidental a la oscuridad. Transformado en un vampiro por el insecto que reposa en un ingenio mecánico, su nieta Aurora (Tamara Shanath) se convierte en su guardiana, la detentora de su secreto. Le prepara incluso un improvisado ataúd con su cajón de juguetes. En los momentos finales de la cinta, preso del ansia, el vampiro se encuentra a punto de saciar sus apetitos con la niña. Antes de hacerlo se detiene, gracias a la conciencia repentina del lazo que los une. Ella le permite recobrar la lucidez y su humanidad. La familia es importante para el vampiro, sea por los motivos más nobles o perversos, como sucede en el cuento La familia de los Vourdalak (1839) de Alexei Tolstoi donde Gorcha, el patriarca de un clan serbio, tras un viaje nocturno y su posible encuentro con vampiros locales, regresa a casa para acechar a sus hijos y nietos.
Toma 5
El vampiro genera devoción en sus sirvientes y sus admiradores. Por lo que respecta a los primeros, éstos le procuran su fidelidad sea por miedo o por la promesa de la vida eterna. En El mundo de los vampiros (Alfonso Corona Blake, 1961), el Conde Sergio Subitai (Guillermo Murray), ataviado con la reglamentaria capa negra, frac y medallón, controla a una hueste de horribles vampiros con cara de papel maché por el embrujo de las notas de un piano. Su rival, Rodolfo Sabre (Mauricio Garcés), contraviene sus órdenes gracias a sus dotes musicales. Pero una forma de lealtad más férrea es la que procura Frau Hildegarda (Bertha Moss) al Conde Sigfried von Frankenhausen (Carlos Agosti) en El vampiro sangriento (Miguel Morayta, 1962) y su continuación La invasión de los vampiros (Morayta, 1963), película que amablemente presta su título a este escrito. Más violento es Barraza (Yerye Beirute), criminal cuya voluntad es diezmada por el influjo del Conde Lavud en El ataúd del vampiro, auténtico dolor de cabeza para el gallardo Dr. Enrique Saldívar (Abel Salazar) y su bienintencionada lucha para exterminar al monstruoso protagonista.
Toma 6
A partir de la película seminal, la figura del vampiro nacional se transformó, del cadavérico pero encantador hombre alto, a figuras femeninas, sensuales y voluptuosas. En Santo contra las mujeres vampiro (Alfonso Corona Blake, 1962), Lorena Velázquez encarna a Thorina, lideresa de un clan de féminas de ultratumba que ponen en jaque al emblemático paladín de la justicia. De la cinta son conocidos algunos fotogramas, donde las vampiras exhiben una sensual desnudez, en una versión destinada a los públicos europeos. En la secuela de la historia, Santo en la venganza de las mujeres vampiro, el rol protagónico es ahora de Gina Romand, la “rubia de categoría” como la Condesa Maya. En 1978 Juan López Moctezuma, cineasta que nos entregó cintas extrañas, eróticas y desconcertantes, dirigió Alucarda, la hija de las tinieblas, interesante híbrido de las obras del Marqués de Sade y Carmilla, de Joseph Sheridan LeFanu. La historia sigue la reclusión en un convento de la joven Justine (Susana Kamini) y su relación con Alucarda (Tina Romero). Si bien la historia está cargada de elementos demoniacos y de un velado matiz vampírico, el mejor momento es sin duda el aquelarre que preside un macho cabrío y el surgimiento de Justine de un ataúd anegado de sangre. Pero sin duda el giro más inusual a la figura del vampiro lo dio Guillermo del Toro en La invención de Cronos. Su protagonista, gris como su apellido, es un anciano cuya vitalidad está menguada por el inevitable paso de los años, conduce un automóvil antiguo y atiende su negocio de reliquias. Ahí descubre por accidente el artefacto que le da nombre a la cinta, en el cual reposa un milenario insecto que le devuelve cuanto ha perdido, con fatales resultados.
Toma 7
Parte del ciclo de todo mito cinematográfico que comienza a mostrar desgaste, como sucedió con las entrañables películas de horror de los Estudios Universal, es coquetear con otros géneros. Lo mismo sucedió al vampiro nacional, que se sacrificó para el lucimiento de los cómicos del momento, del mismo modo que hicieron Bela Lugosi y Lon Chaney, Jr. en Abbot y Costello contra Frankenstein (Charles Barton, 1948). La primera de las cintas que lo demuestran, que incluye la participación fortuita del mismísimo Germán Robles en su momento de máxima gloria, porque en sus propias palabras accedió a aparecer en ella como un favor al protagonista cuando tomaba un descanso durante la filmación de El ataúd del vampiro, es El castillo de los monstruos (Julián Soler, 1958). Hilarante es el momento en que su astro, Antonio Espino “Clavillazo”, huye despavorido del vampiro favorito de todos. Luego tocó su turno a Eulalio González “Piporro” en La nave de los monstruos (Rogelio A. González, 1960), curioso híbrido de cine de ciencia-ficción, horror, comedia y estampa del México rural, donde el popular "Rey del taconazo" es seducido por los encantos de Lorena Velázquez que interpreta a la vampira alienígena Beta. También debemos recordar Échenme al vampiro (Alfredo B. Crevenna, 1961), una comedia de misterio tipo Scooby Doo, de tres episodios, que involucra a un grupo de codiciosos herederos y a un presunto vampiro interpretado por Yerye Beirute. De sirviente a vampiro, ascenso más que merecido.
Toma 8
Y todo mito no puede escapar de las infamias. En la industria occidental, por cada buena película de vampiros podemos contar, al menos, diez malas o pésimas. La primera que recuerdo es El imperio de Drácula (Federico Curiel, 1967) donde Erick del Castillo se pone la capa y encarna al vampiro Barón Draculstein, con todo y su recio acento ranchero. Inevitable es Chiquidrácula (Julio Aldama, 1984), que lucra con la fama del entonces niño maravilla Carlitos Espejel y su papel en una conocida serie de comedia del momento. Su trama es simple. Un niño de un barrio pauperizado se disfraza como un pequeño aristócrata vampiro para alejar del alcoholismo a su pariente Adalberto Martínez “Resortes”. Más reciente es El vampiro teporocho (Rafael Villaseñor Kuri, 1989), en la que Pedro Weber “Chatanuga” encarna a un desaliñado chupasangre que se coloca condones en los colmillos para evitar infecciones. Al menos esto puede leerse como una metáfora del sexo responsable en la era del VIH. Más aterradora –por mala- es Curado de espantos (Adolfo Martínez Solares, 1992), cuya insultante trama cruza el camino de un vampiro revivido en una excavación prehispánica y posterior dueño de un burdel de mala muerte (Roberto “Flaco” Guzmán) con dos curanderos albureros y lujuriosos (Alfonso Zayas y César Bono), su enano ayudante (René Ruiz “Tuntún”) y una voluptuosa arqueóloga (Lina Santos). Peor, imposible.
Para rematar añado un ejemplo más, gracias a mi espíritu intrépido: la película Drácula mascafierro (Víctor Manuel “El Güero” Castro, 2001). Su premisa, insultante por sí misma, implica la persecución de un linaje de vampiros encabezado por Roberto “Flaco” Guzmán (quien ya interpretó a un vampiro en la terrible Curados de espatos) quienes transforman en homosexuales a las victimas de su mordida. Los valientes cazadores de monstruos, patéticos “machos” mexicanos, huyen de esta posibilidad como de la peste. Confieso, por salud mental, que sólo soporté 15 minutos de su metraje. El guión del propio Castro, adalid del cine de albures de los años ochenta, carece de la menor pizca de gracia, buen gusto e inteligencia. Lo prueban la insultante escena donde una celulítica devota del vampiro mayor pretende realizarle una felación, ese pene de plástico o los diálogos absurdos entre los heroicos e ignorantes protagonistas. Por favor, cuando la vean anunciada en la televisión de paga, evítenla.
Toma 9
¿Hacia dónde se dirige el vampiro nacional? Para muchos estudiosos dignos de todo mi respeto, como Julio Patán, es un monstruo que ha tocado fondo y se ha deslavado completamente. Yo creo, y no porque sea uno de sus grandes admiradores, que aún tiene mucho que ofrecernos. Las letras pueden ser una buena manera de reconocer sus posibilidades. El cuento No se duerman en el metro, publicado en 1994 en una serie que Revista de revistas del periódico Excélsior dedicó a los hijos de la noche, es un gran ejemplo. Su autor, Mario Méndez Acosta, los traslada, con verosimilitud testimonial al calor de las copas, hasta los túneles del sistema de transporte colectivo de la capital mexicana. Concluye con una terrible advertencia: “¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”. Con mucho humor, a través de una breve comunicación epistolar, la escritora regiomontana Patricia Laurent Kulick lo aborda en Se solicita sirvienta, con el acierto de nunca mencionar la palabra “vampiro”. La misma autora emplea el mismo tono, con una pizca de malevolencia, en El invitado (Selecciones del Reader´s Digest, 1998), donde luego de divertirse como el gato hace con el ratón, el vampiro remata a su futura víctima con un sarcástico “querida, sin el beneficio del juego la eternidad sería mortalmente aburrida”. Pero mi historia favorita es La ruta del hielo y la sal (Ediciones Vid, 1998), recientemente nominada a los españoles premios Ignotus 2010 en la categoría de novela corta. Debemos este triunfo de la ficción nacional al poblano José Luis Zárate. Su relato es, en resumidas cuentas, el capítulo que omitió Bram Stoker en Drácula y que nos presentó brevemente en una bitácora de navegación, el del viaje de la goleta Démeter de Varna a Whitby. Su protagonista, el capitán del navío, lucha con sus propios demonios y con un misterioso polizón que diezma paulatinamente a su tripulación. Zárate rinde un respetuoso tributo a una novela a la que tanto debo sin siquiera nombrar su título ni al malévolo personaje que se lo proporciona. Otra posibilidad que puede dar nuevo impulso al vampiro es explorar cuanto lo asemeja al ser humano. No sus debilidades, sino sus carencias. Un regreso a su origen. Mi amigo José Francisco Macedo –apasionado y erudito de la figura del vampiro- bien lo dijo, “en mi época el vampiro era temido, no tímido”. El creador no debe repetir el esquema del Louis de Point du Lac de Anne Rice (Brad Pitt en la película de Neil Jordan), ni al delicado Conde Saint Germain de Chelsea Quinn Yarbro, mucho menos al insufrible Edward Cullen de la multicitada serie Crepúsculo (un vampiro “maricón”, según Paco Ignacio Taibo II, calificativo que no hace alusión en modo alguno a preferencias sexuales), es decir, al vampiro “sensiblero”, el que lamenta ser un vampiro. “Hace doscientos cuarenta años que no veo la luz del día, dice el vampiro que vi en la última película”, recuerda con ironía Jorge Ibargüengoitia en su divertido ensayo Vida de los vampiros. El monstruo que me gusta, como a Guillermo del Toro, es el que disfruta su posición en el pináculo de la cadena alimenticia, que acepta y se regocija en su otredad. Como dice sabiamente el vampiro Lestat de Anne Rice, “si estás condenado a vivir hasta el fin de los tiempos, mejor haz una fiesta de todo ello”. Ahora bien, en una época donde los adolescentes –y muchísimos adultos- consideran su juventud como un valor, no como una virtud efímera, el miedo a envejecer –a la corrupción del cuerpo, a la pérdida de la belleza y la plenitud- puede ser también una preocupación del vampiro. Así le sucedió a Narciso o al Dorian Grey de Oscar Wilde. “La vanidad, definitivamente mi pecado favorito”, fue la última línea de Al Pacino en El abogado del diablo (Taylor Hackford, 1997). Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Las adicciones, los desordenes alimenticios, las enfermedades de transmisión sexual, la soberbia que puede albergar al saberse casi omnipotente, su maridaje con otros géneros (¿se han imaginado a unos vampiros narcotraficantes?), son temas por explorar. Dejé a un lado sus cualidades como monstruo humano. Ayer vi un estupendo largometraje para televisión, con credibilidad documental, que rememoraba los crímenes de Richard Trenton Chase, apodado por el escenario de sus delitos y su vocación hematófaga como El vampiro de Sacramento. El arte imita a la realidad, aunque ésta siempre rebasará a la ficción. Todos lo anterior puede asegurar la inmortalidad del vampiro. En el cine nacional aún puede resurgir. No a través de un remake de El vampiro (ojalá eso nunca suceda), pues son lamentables los resultados de las reelaboraciones de Hasta el viento tiene miedo y El libro de piedra. La permanencia del vampiro reside en su capacidad de evolucionar, de adaptarse al entorno como hace el ser humano mismo. Después de todo, son nuestro reflejo.
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