miércoles, 14 de noviembre de 2012

Horror a la americana


La última y nos vamos a Mórbido.
Las creencias en fantasmas y vida después de la muerte son tan antiguas como la humanidad misma. Uno de los primeros casos que recuerdo a este respecto es el del filósofo griego Atenodoro de Tarso (74 A.C.-7 D.C.), quien en su juventud alquiló una casa en Atenas, a un precio ínfimamente bajo en comparación a sus dimensiones. Una noche, mientras escribía, se le apareció un fantasma que arrastraba cadenas que lo guió hasta un punto en el jardín, donde desapareció. Una excavación en el lugar  reveló el cadáver de un hombre encadenado, al cual se le dio una apropiada sepultura, con lo cual cesaron las apariciones. Y así podríamos seguir indefinidamente, en todas las épocas y países. Sobre esta tradición los autores victorianos alcanzaron momentos sobresalientes gracias a las pluma de Montague Rhode James, Joseph Sheridan Le Fanu, Charlotte Riddell, Algernon Blackwood o Elizabeth Gaskell, entre otros, artífices del llamado Ghost story, respuesta de la era para enfrentar la angustia derivada del cambio, una forma de anclarse al pasado ante un presente aún no definido, una continuidad entre la vida y la muerte.
Si el fantasma era el elemento principal de estas historias, la locación donde aparecía era igualmente importante. Un personaje muy importante. Abadías abandonadas, cementerios, castillos, mansiones eran los lugares más frecuentados por los espíritus, todos tan elementales desde los albores de la literatura de horror, del relato gótico. Estos sitios se convirtieron en toda una institución en el imaginario colectivo de todos los países. Lugares de infame memoria, con una carga energética y emotiva desagradable. Los parques de diversiones los imitan para el entretenimiento (y los sustos) de las personas. De hecho todos recordamos una casa abandonada en la colonia donde vivíamos cuando éramos niños, ese lugar prohibido que incendiaba nuestra imaginación y despertaba nuestros miedos. Escritores contemporáneos han llevado esta idea a cimas muy altas. En La hora del vampiro (Salem´s Lot), Stephen King describe a la maldita Mansión Marsten, espacio recordado por los horrendos asesinatos cometidos ahí y seleccionado por el vampiro Kurt Barlow como lugar de descanso y base de operaciones:
“La casa miraba hacia el pueblo. Era enorme y parecía desdibujada y vencida. Las ventanas descuidadamente cerradas le daban ese aspecto siniestro de todas las casas viejas que han pasado vacías mucho tiempo. La pintura se había descascarado a la intemperie, y toda la casa tenía un aspecto uniformemente gris. Los temporales de viento habían arrancado muchas tejas, y y una densa nevada había hundido el ángulo oeste del techo principal, dejándolo vencido. A le derecha, un destartalado cartel clavado sobre un poste advertía: Prohibida la entrada”.
Más allá de esto, se ha preguntado usted ¿quién habitaba el edificio donde reside? o ¿quién durmió en la cama del cuarto de hotel donde se hospeda? o ¿es cierto que su escuela se construyó sobre un cementerio? Esas son respuestas que quizá no queremos saber.
Escribo todo esto como un gran pendiente desprendido de mi fascinación por la galardonada teleserie American horror story, creada por Ryan Murphy y Brad Falchuk, que ha despertado todo tipo de comentarios entusiastas entre los aficionados y la crítica especializada. El proyecto de la dupla, responsable de la popular serie Glee, recibió luz verde al comprobarse el éxito del musical adolescente. Básicamente, American horror story es una historia de fantasmas ambientada en un contexto fácilmente reconocible, protagonizada por personas que se parecen a nosotros. La familia Harmon se muda de Boston y se instalan en la Mansión Montgomery, una enorme construcción gótica de la ciudad de Los Ángeles construida en 1922 por el prestigiado cirujano Charles Montgomery (Matt Ross). Los Harmon distan de ser una familia común. Como muchas, arrastran sus demonios: Ben (Dylan McDermott), el padre, es un psiquiatra que tuvo un romance extra marital con una de sus estudiantes (Kate Mara) y busca un nuevo comienzo; Vivien (Connie Britton), la madre, es una chelista retirada que lidia con el penoso recuerdo de la aventura de su esposo; Violet (Taissa Farmiga), la hija de ambos, es una adolescente que sufre bullying y tiene graves tendencias depresivas. Como si esto no fuera suficiente, los rodean extraños y atormentados personajes: su vecina Constance Langdon (Jessica Lange), su hija Adelaide (Jamie Brewer), su perturbado hijo Tate (Evan Peters), el deforme Larry Harvey (Denis O'Hare), la veterana ama de llaves Moira O'Hara (Frances Conroy) y su sensual doble (Alexandra Breckenridge), acompañados de los antiguos residentes de la casa, desde la pareja homosexual Chad y Patrick (Zachary Quinto y Teddy Sears), el mismo Dr. Montgomery y su esposa Nora (Lily Rabe), las víctimas del tiroteo en la Preparatoria Westfield, e incluso Elizabeth Short (Mena Suvari), conocida por la posteridad como La Dalia Negra. Todos guardan tortuosos secretos, acumulados al transcurrir los años, que se revelan paulatinamente.
Una atmósfera opresiva aderezada por un lóbrego tema musical de Charlie Clouser (su secuencia de créditos es perturbadora), fragmentos de la partitura que Wojciech Kilar compuso para Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992) y la presencia constante del terrible Hombre de Goma, personaje representativo del programa, completan un serial imposible de perderse. Muchas personas dignas de todo mi respeto se quejan del exceso de personajes (“parece la vecindad del Chavo del 8 con fantasmas”) y de su final feliz, que en realidad es una tragedia, porción menor de una historia cíclica, condenada a repetirse una y otra vez.
Ayer vi el tercer episodio de su segunda temporada, American horror story: Asylum, una nueva historia ambientada en el ficticio Hospital Psiquiátrico Briarcliff, un lugar inquietante por sí mismo en el que se reúnen una monja sádica, una periodista lesbiana, un médico loco, un psiquiatra progresista, un presunto asesino e incluso posesiones satánicas y elementos que lindan con la ciencia ficción. Muchos de los actores de su primera temporada aparecen nuevamente, sólo que interpretando papeles completamente distintos, sin relación con sus encarnaciones previas. La principal sigue siendo la laureada Jessica Lange, quien demuestra su camaleónica capacidad actoral, todo en una historia prometedora, digna de Los renglones torcidos de Dios (1979) de Torcuato Luca de Tena o Alguien voló sobre el nido del cuco (1962) de Ken Kesey, esta última convertida en la flamante cinta Atrapado sin salida (Milos Forman, 1975), sólo que con la presencia de una maldad sobrenatural. Sobre su desenlace, escribiré cuando éste llegue.
Y ahora sí, vámonos a Mórbido.


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