miércoles, 30 de diciembre de 2009

Sherlock Holmes, héroe de acción

Se que este tema es más propio de Testigos del Crimen, pero me tomaré la licencia. El pasado lunes 21 de diciembre apareció en la sección Kiosko del periódico El Universal este artículo de Nicolás Alvarado que puede constituir un estupendo entremés para ver la reinterpretación que el cineasta británico Guy Ritchie ha hecho del memorable detective creado por Arthur Conan Doyle. La cinta se estrenará el primer día de 2010. Tal vez sea una forma interesante de iniciar el año.
--
Sherlock Holmes, héroe de acción
Nicolás Alvarado

LONDRES.— La idea misma se antoja perturbadora, si no es que absurda. Porque, cuando imaginamos a Sherlock Holmes, nos lo figuramos en interiores, y ocupado en la práctica del violín o entregado a complejas (y estáticas) cavilaciones. Porque su vestuario emblemático —el pesado abrigo a cuadros y esa gorra con visera que en inglés lleva el nombre de deerstalker ya sólo porque su función sería la protección de la cabeza del cazador de venados— parece poco propicio a movimientos bruscos, no digamos atléticos. Y porque su hábitat natural —el Londres aristocrático de la Inglaterra victoriana— se antoja más conducente a la ingesta de té con scones que a despliegues de acción heroicos. Cierto: Holmes sale a la calle con mayor frecuencia que Hercule Poirot o que Miss Marple, los sedentarios héroes de las más bien pedestres tramas detectivescas de Agatha Christie. Pero también es cierto que lo visualizamos más afín a ellos que a Sam Spade o a Philip Marlowe, los rudos paradigmáticos de la posterior novela negra estadounidense.
He aquí, sin embargo, que, de acuerdo a la literatura propagada por Warner Brothers en ocasión del próximo estreno de su versión fílmica de las aventuras del detective creado por Arthur Conan Doyle en 1887 —dirigida por Guy Ritchie y estelarizada por Robert Downey Jr.—, el Holmes literario sería, antes que nada, un hombre de acción (un experto en artes marciales y en boxeo, un conocedor del gran mundo pero también de los bajos fondos) y la cinta buscaría no tanto dinamitar el mito holmesiano originario como restituirlo al espíritu que le sería propio.
En la conferencia de prensa para la presentación de la película celebrada en Londres, a la que tuve oportunidad de asistir, el productor Joel Silver se esforzaría en culpar de la perversión del mito de Holmes a las versiones cinematográficas previas, particularmente al ciclo de 14 películas protagonizadas por Basil Rathbone entre 1939 y 1946, las más populares. De acuerdo a Silver, fueron estas cintas, y no las cuatro novelas y los 56 relatos canónicos de Conan Doyle, las que confinaron a Holmes a un mundo de salas de estar y drawing rooms, las que le dieron la apariencia de un señorito inglés hipoactivo, las que hicieron de su secuaz Watson (interpretado por el mofletudo y atildado Nigel Bruce, tan distante del Jude Law alerta y, sí, sexy al que Ritchie asignara el papel) una suerte de niño grande y torpe.
Tiene razón pero sólo a medias. Una relectura de Conan Doyle me lleva a concluir que los creadores de esta novísima Sherlock Holmes han hecho una interpretación correcta pero convenenciera del material. Si bien es cierto que todos los elementos que citan para apuntalar la identidad de Holmes como hombre de acción (y la de Watson como un aliado, si no brillante, cuando menos competente) están ahí desde un principio, lo cierto es que no constituyen sino ingredientes menores en la composición del personaje y en el atractivo de sus aventuras. ¿Holmes boxeador? En efecto, hay una mención de ello en Estudio en escarlata… pero apresurada y notablemente forzada. ¿Holmes bohemio? Watson menciona dos o tres veces, de pasada, una cierta tendencia a la extravagancia vestimentaria y un cierto desdén por el orden doméstico, pero rara vez se detiene en un asunto en modo alguno consustancial a la caracterización del héroe. ¿Holmes callejero y aventurero? Algo hay de eso en algunos de los relatos pero lo cierto es que lo que recordamos de Holmes —y lo único para lo que se antoja dotado ese Conan Doyle que no es sino un escritor mediocre— es su inteligencia deductiva y la deslumbrante (y a veces un pelín tramposa) aplicación que hace de ella. Por mucho (o más bien poco) que afane su cuerpo, el Sherlock Holmes de los libros es, ante todo, un hombre de palabras; así, se antoja, de entrada, particularmente poco susceptible de viajar con facilidad al cine, ese mundo de imágenes y, sobre todo, de hechos (es decir de acción). Las películas protagonizadas por Rathbone son, en efecto, mediocres: productos de serie B, con la apariencia de haber resultado anticuadas incluso en su tiempo. (O, como me dice el propio Silver en entrevista, “hace ya rato que Sherlock Holmes parecía algo manido: incluso cuando se filmaron las películas de los años 40, el material era ya percibido como viejo”.) Sin embargo, la calidad igualmente inocua de las aventuras literarias del detective —“Sherlock Holmes es, a fin de cuentas, sobre todo una actitud y algunas docenas de parlamentos inolvidables” sería la sentencia lapidaria de Raymond Chandler— hace del personaje y sus premisas materias singularmente adecuadas a la reinvención profana pero eficaz. En 1970, el subversivo Billy Wilder exploró, en La vida privada de Sherlock Holmes, las posibilidades cómicas de su neurosis obsesiva y el halo marginal de sus coqueteos con la cocaína y acaso con la homosexualidad (y es que su relación con Watson se antoja aún menos convencionalmente fraternal que la de Batman y Robin). En 1976, Herbert Ross llevó a la pantalla La solución del siete por ciento, que añade a los señalamientos incómodos de Wilder una osada intervención psicoanalítica —¡a manos de Sigmund Freud!—, de acuerdo a la cual el afán justiciero del detective derivaría (¡cómo no!) de un trauma infantil. Así, no debe escandalizar, y menos sorprender, que Guy Ritchie ofrezca ahora una visión cuando menos revisionista del mito y que, aunque parezca regodearse en la inclusión de detalles literarios marginales, termine por convertir a Holmes y a Watson en personajes en gran medida apartados de su identidad canónica.
Ritchie parecería una elección osada, si no es que incongruente, para la dirección de una película de época de gran presupuesto: la mayoría de sus cintas son historias íntimas del submundo londinense contemporáneo, filmadas con poco dinero, henchidas de posmodernidad y editadas al ritmo trepidante del videoclip. Sin embargo, al revisitar Lock, Stock and Two Smoking Barrels, Snatch y Rock’n Rolla antes de ver su Sherlock Holmes no podré sino concluir que conoce bien el mundo del crimen que es también el de Holmes y que su mezcla de atletismo e intelectualismo parece propicia a la reconversión del detective cerebral en héroe de acción (su recurso frecuente a la edición rápida combinada con cámara lenta se presta notablemente a la ilustración dinámica de los procesos mentales del detective). Una vez que haya yo visto la película, sin embargo, terminaré por pensar no sólo que Ritchie es bueno para Holmes sino que Holmes es buena —es decir a un tiempo congruente y liberadora— para Ritchie.

La fascinación por los detectives
Una de las películas menos conocidas de este director —pero acaso su mejor— es Revólver, cinta que parte de su habitual premisa gangsteril para exponer una compleja teoría sobre la voluntad y el control mental, influida no sólo por su práctica entonces vigente de la Cábala sino por el psicoanálisis. En Revólver Ritchie hace mutar su universo posmo / cockney / hyper de mero entretenimiento en metáfora metafísica. Y he aquí que en Sherlock Holmes, aun si bajo los ostentosos aparejos de la superproducción hollywoodense, nos ofrece el exacto reverso de la moneda. La cinta, que en lugar de adaptar alguno de los relatos holmesianos toma elementos de varios —“Sentimos que necesitábamos desarrollar una nueva trama para dar a la película el rango que necesitaba”, me confesará Susan Downey, coproductora de la película y esposa de su protagonista—, postula como antagonista de Holmes a Lord Blackwood (Mark Strong), un villano acaso redolente del universo de James Bond (su objetivo, como el de Blofeld bondiano, es sabotear el imperio británico y dominar el mundo) pero que echa mano de la superstición y la magia para obrar sus maldades. Su derrota, entonces, equivaldrá a la de la superchería y, para sorpresa de los seguidores de Ritchie, al triunfo de la razón.
Suponiendo que el cambio de cosmovisión obedecería a su divorcio de Madonna —Ritchie ha abandonado las prácticas cabalísticas tras ser abandonado él mismo por su esposa—, cuestiono al director al respecto. Su respuesta, sin embargo, se revela más compleja y rica, asaz reveladora de su verdadera visión artística. “No creo que Sherlock Holmes y Revolver sean películas necesariamente antitéticas”, me dirá. “En cierto sentido, funcionan como Watson y Holmes: una representa la mente racional y la otra la mente, digamos, salvaje… Aunque Holmes es percibido como el gran empiricista, cuando la lógica queda fuera de contexto se desmorona —deja de ser lógica en el sentido primigenio del término— y de ahí deriva una gran cantidad de preguntas filosóficas. El hecho de que nos atraigan tanto los detectives parece apuntar a algo que bulle en nuestro interior y que busca aprehender las grandes verdades o los grandes misterios que conforman la vida o la razón. Ignoro cuál sea la manera de acceder a esa verdad, pero creo que el hecho mismo de que nos planteemos preguntas nos hace interesantes; así, el hecho de que Sherlock Holmes tenga una mente inquisitiva produce una resonancia en cualquiera”. Puesto en palabras llanas, Sherlock Holmes se insertaría en la filmografía del director como otra manera de plantear(se) preguntas que acaso no tengan respuesta pero que estimulan no sólo su creatividad sino nuestro interés.
Esto no es sino mero subtexto. Iconoclasta y entretenidísima, Sherlock Holmes funciona, sobre todo, en sus propios términos, es decir como divertimento masivo pero inteligente, enriquecido no sólo por las actuaciones competentes de Downey, Law y Strong sino por su magnetismo estelar. No hay gorra con visera ni “Elemental, mi querido Watson”, no hay largos monólogos explicativos ni (demasiada) flema británica. Lo que hay, para regresar a Chandler, es “la aventura de un hombre en busca de una verdad oculta, que no sería aventura si el hombre en cuestión no fuera, en esencia, un hombre de aventura”. Eso es buena literatura detectivesca, dice Chandler. Y buen cine de acción, digo yo.

3 comentarios:

  1. Bunas noches profesor, no he podido comunicarme con usted de ninguna forma, talvez suene exageado pero bueno. Espero haya pasado una feliz navidad y le deseo un feliz año nuevo. Le pido me responda pronto.
    Mis mejores deseos.

    Julieta

    ResponderEliminar
  2. estuvo super mal profe espero q no se superee ¡¡¡¡¡¡¡!!!

    ResponderEliminar