lunes, 18 de octubre de 2010

Vampiros televisivos y otros muertos

Falta menos para el Día de Muertos y para que haga mis maletas y parta a Tlalpujahua, donde ofreceré una plática en la tercera emisión del Festival Internacional de Cine de Horror y Fantasía Mórbido. Mientras tanto recordaré mi feliz y tardío descubrimiento de la serie televisiva True blood, creación de Alan Ball, basada en las novelas de Charlaine Harris. La historia es relevante porque demuestra la vigencia del vampiro y sus remanentes posibilidades. En un mundo fácilmente reconocible, los vampiros “salieron del ataúd”. Se han insertado en la sociedad que, como a las llamadas “minorías”, les teme y los discrimina. Controlan sus necesidades alimenticias gracias a un invento japonés: la sangre verdadera del título, una bebida sintética, a medio camino entre una cerveza Light y un Ensure que debe servirse a 37°C (la temperatura corporal). En ese mundo vive Sookie Stackhouse (Anna Paquin) es una joven y bella mesera del poblado de Bon Temps, Luisiana, que tiene la peculiaridad de poseer poderes psíquicos: puede leer la mente de todas las personas que la rodean, incluidos sus más cercanos (Tara, interpretada por Rutina Wesley), una joven e insolente afroamericana peleada con la vida, y Sam Merlotte (San Trammel), su enamorado incondicional y patrón) y el variopinto desfile de clientes del Merlotte, su lugar de trabajo. Una buena noche (no podía ser de otra manera) llega a la cantina un curioso cliente, el vampiro Bill Compton (Stephen Moyer), de quien Sookie queda inmediatamente prendada y salva de unos poco escrupulosos parroquianos. La chica no puede, por alguna razón que desconoce, leer la mente del vampiro. Eso la hace sentirse intrigada y atraída por él (decía King VE, fiel lectora de este blog, que mientras a Sookie la movieron las neuronas, a su contraparte crepuscular las hormonas). Sookie y Bill terminan por entablar una relación mal vista por la comunidad, al igual que eran mal vistos durante los años cincuenta los matrimonios interraciales. Ese es el principal atractivo de True blood y el elemento que la vuelve tremendamente contemporánea. Demuestra que los prejuicios, la ignorancia, el odio y la intolerancia (tan característicos del ser humano) se extienden no sólo a los homosexuales y los inmigrantes ilegales, sino también a los vampiros. Es el mismo trance que día a día enfrentan los heroicos Hombres X. Me recuerda los discursos de odio de importantes figuras de la Iglesia, o los de políticos que “aún no le pierden el asquito” a los matrimonios entre personas del mismo sexo. Nos hace preguntarnos quiénes son los verdaderos monstruos, porque los humanos también tenemos mucha cola que nos pisen. La historia también incorpora el tema de las adicciones. La sangre de vampiro tiene un efecto especial para los humanos. Es una potente droga, muy adictiva, y un vigorizante sexual (del que no deben consumirse más de dos gotas). El triángulo amoroso vuelve a hacerse presente, esta vez entre el vampiro (Bill) y un humano (Sam, que no lo resulta tanto) y la virtuosa damisela. Respecto al vampiro, la historia abreva de importantes historias que le inyectaron sangre nueva al monstruo. Destacan el juego de rol Vampiro:the masquerade, de Mark Rein Hagen y Las Crónicas vampíricas, de Anne Rice. Los vampiros de True blood poseen normas de convivencia (entre ellos y con los humanos), una suerte de arreglo con sus servidores (sangre por sangre), no temen a los símbolos religiosos, son afectados por la hepatitis D, pueden exponerse con precaria seguridad a la luz del sol (así nos lo mostró un achicharrado pero andante Bill) y pueden controlar controlar su ansia de beber sangre, como el diabético evita el azúcar y emplea sustitutos de endulzantes. Pero tal vez la escena que más me perturbó fue la de la horrorizada Tara (cuando niña) perseguida por su madre alcohólica. Una situación terrible por cotidiana, que sin duda continuará ocurriendo tanto como viva el vampiro.


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