jueves, 20 de enero de 2011

¿Qué define una mala película de horror? Tercera de tres partes, o cómo evitar el miserable destino de muchas películas de horror.

Para que no todo sea crítica, he aquí lo que compartí con los asistentes al Segundo Taller de perfeccionamiento de largometraje de horror, convocado por la Sociedad de Directores de México y el Instituto Mexicano de Cinematografía. Espero sea una guía valiosa para todo el que desea escapar del miserable destino de muchas películas de horror. O mejor dicho, de muchas películas horribles que pretendían ser de horror..

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Si éste es un taller para perfeccionar guión de largometraje de horror, ¿en dónde se encuentra pues la fórmula para que nuestro esfuerzo obtenga un óptimo resultado? El relato de horror, como afirmaba Edgar Allan Poe (1809-1849), debe apostar por la brevedad y el impacto, aunque como advertía Montague Summers (1880-1948) –compilador de memorables antologías sobre fantasmas- “haciendo a un lado las más grandes obras maestras de la literatura, no hay nada más difícil que producir que un cuento de fantasmas de primera clase”. Escribir un buen relato de horror es pues tan delicado como concebir un poema de amor. El éxito se logra al utilizar adecuada e innovadoramente las convenciones del género, cuando el autor es capaz de ensamblar dichos elementos, capturar la imaginación del lector y sorprenderlo. Montague Rhode James (1862-1936), artífice del ghost story victoriano, remarcaba la importancia de crear un ambiente donde la irrupción de lo extraño en nuestro plano existencial cree el efecto más estridente posible en la psique del protagonista y del espectador. Edgar Allan Poe, cuyo bicentenario de su natalicio celebramos este año, no solo fundó una nueva manera de pensar y sentir, sino creó la novela policíaca, una revolucionaria teoría poética y cuentos que basan su emoción en el corazón y sus fantasmas. Su cuento El gato negro (1843) es un espléndido ejemplo de esta capacidad de estremecimiento:
“¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!”.

Otra posibilidad es mirar a nuestro alrededor. No debemos esmerarnos mucho para encontrar el horror a la vuelta de la esquina. El arte imita a la realidad, aunque ésta rebasa a la ficción. George Bernard Shaw dijo alguna vez que la diferencia entre el artista y el homicida residía en que el primero es reconocido en su momento más brillante, mientras el segundo en el más bajo. Casos lamentables como el de la multihomicida Juana Barraza Samperio, bautizada por los medios de comunicación como la mataviejitas, o el de José Luis Calva Zepeda, apodado el poeta caníbal, han atraído nuestra atención hacia un fenómeno poco ocurrente en nuestro país pero de enorme trascendencia por sus implicaciones sociales, legales y científicas: el asesinato serial. Las novelas, películas, series de televisión, historietas y videojuegos sobre asesinos en serie han conseguido constituir, como asegura Rafael Aviña, todo un subgénero que no solo se nutre de la nota roja cotidiana, sino del suspenso, el relato policial, el horror y sus derivaciones el gore y el splatter, e incluso de la pornografía. “El bien no hace gran literatura, tampoco ocupa las primeras planas de los periódicos”, afirmó Vicente Quirarte. El asesino británico George John Haig es mejor recordado como el vampiro de Londres o el asesino de los baños de ácido. Pagó sus crímenes con su propia vida en el año de 1949. Antes de acudir al patíbulo, escribió para la posteridad una detallada narración de las atrocidades que cometió. Nos demuestra, como dijo un célebre psicópata, que la locura es igual que la gravedad. Sólo necesita un pequeño empujón:
¿Comprenden ahora lo que pudo sucederle al joven Swan, cuando se encontró a solas conmigo, en aquella tarde de otoño? Lo desmayé con la pata de una mesa, o con un pedazo de caño, ya no lo recuerdo exactamente. Y después le corté la garganta con un cortapluma.
Procuré beber su sangre, pero no era nada fácil. Aún no sabía bien qué sistema usar. Le tuve sobre el lavamanos, y traté de recoger de algún modo el líquido rojo. Al fin, me parece que resolví sorberlo directamente de la herida, con un sentimiento de profunda satisfacción.
Cuando me aparté, sentí espanto ante la presencia de aquel cadáver. No tenía remordimientos. Sólo me preguntaba qué podía hacer para deshacerme de él. De súbito se me ocurrió un buen método. Tenía en mi laboratorio una gran cantidad de ácidos, sulfúrico y clorhídrico, que me servían para atacar los metales. Sabía bastante de química para estar enterado de que el cuerpo humano está compuesto en su mayor parte, de agua. Y el ácido sulfúrico es muy ávido de agua.

La mejor forma de causar horror es cuando éste se encuentra a nuestro lado sin que nos percatemos, en situaciones perfectamente normales y cotidianas. La técnica de un maestro del género como el ya mencionado M. R. James consistía en ambientar sus historias en ambientes domésticos, desde el punto de vista racional y escéptico del personaje –que asumimos como el nuestro- para sorprenderlo –sorprendernos- súbitamente. Así, los ruidos más inocentes y familiares pueden alterarnos. En su cuento La mosca de la cabeza blanca (1957) el escritor británico George Langelaan describe el horror que experimenta Francois Delambre:
“Siempre me han dado horror los timbres. Incluso durante el día, cuando trabajo en el despacho, contesto el teléfono con cierto malestar. Pero por la noche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre del teléfono desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominar antes de coordinar lo suficiente mis movimientos para encender la luz, levantarme e ir a descolgar el aparato”.

No se duerman en el metro, cuento del escritor mexicano Mario Méndez Acosta, advierte sobre los peligros de tomar el metro de nuestra capital a muy altas horas de la noche:
“Y en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en un garrafón de mezcal.
Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no volver a dormir nunca más con tranquilidad”.

No olvidemos la vertiente de la literatura que Jorge Luis Borges denominó “poema conjetural”, un juego de la imaginación que complementa eventos históricamente documentados. Debemos al dramaturgo inglés Alan Knee la obra de teatro The man who was Peter Pan, donde conjetura sobre los eventos que llevaron a James Mathew Barrie a crear a su más célebre personaje. En la obra Quills , el norteamericano Doug Wright propone un recuento de los últimos años de Donatien Alphonse François, Marqués de Sade. En nuestra dramaturgia brilla El fantasma del hotel Alsace, donde Vicente Quirarte ofrece una descripción de los días que precedieron la muerte física de Oscar Wilde, o El estrangulador de Tacuba, donde el recientemente desaparecido Víctor Hugo Rascón Banda narra los crímenes de Gregorio Cárdenas Hernández, el asesino serial mexicano por excelencia. Otra posibilidad es la intertextualidad, narrar lo no contado por autores indispensables de nuestra formación sentimental. El poblano José Luis Zárate plantea en su novela La ruta del hielo y la sal los eventos descritos escuetamente por el irlandés Bram Stoker en Drácula –el viaje de Varna a Whitby del navío Demeter- sin siquiera nombrar al malvado protagonista de esta última.

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